FUERA DE RUTA
Cuando la naturaleza nos enseña a hablar

Alejandra Gayol

 

 

La naturaleza es la base de nuestras expresiones comunicativas, el molde que estructura nuestra historia y que un día estructuró nuestro pensamiento. Es la semilla de nuestra imaginación. Sus colores y formas son la inspiración del arte. Sus inexplicables fenómenos dieron lugar a las leyendas y a las religiones. Su distribución de minerales condiciona la historia, la política y la economía. Cada entorno natural proporciona unas características particulares a los pueblos que lo habitan. Sus sonidos nos despertaron la curiosidad de crear música y, gracias a ellos, nacieron las onomatopeyas. Así empezamos a designar las cosas, así nacieron las primeras palabras y, con ellas, el ser humano comenzó a hablar.
En algún momento de la historia supimos apreciar el silencio. Eso nos permitió escuchar a la naturaleza, observarla, aprender y crear. Todas nuestras necesidades eran básicas y las repuestas siempre se encontraban en nuestro entorno. La naturaleza no nos pertenecía, nosotros le pertenecíamos a ella. El medio nos facilitó, mediante los sonidos, la identificación de aquello que nos rodeaba. Nuestra curiosidad y necesidad de comunicación nos llevó a imitar el mapa sonoro de nuestro hábitat,  de esta manera nacieron las onomatopeyas. Empezamos a crear nuestros propios fonemas, que junto a otras peculiaridades que han surgido en el lenguaje oral a lo largo de la historia, nos han permitido formar uno de los sistemas de comunicación más fundamentales para el ser humano: las lenguas.
Daniel Guarcax, fundador y miembro del grupo Sotz’il Jay tocando un instrumento que es capaz de reproducir casi a la perfección el sonido de un ave.
Fotografía de Alejandro González Amador

Muchas culturas del mundo explican, dentro de las leyendas de su legado oral, el origen de la lengua como una divinidad que baja del cielo en forma de animal para regalar la primera palabra al hombre. Esto no solo esta presente en la mitología. La naturaleza, en varias de sus formas, aún sigue siendo una proveedora de nuevos sonidos, palabras y melodías en algunos lugares de un mundo donde parece que ya todo ha sido descubierto. En Sololá, un departamento del sureste de Guatemala, el grupo Sotz’il Jay expresa su cosmovisión a través de la música, interpretando el sonido de la naturaleza mediante instrumentos ancestrales. “Para nosotros la música es el sonido, la palabra y el silencio de todo lo existente en el universo. De alguna manera nuestra mayor maestra es la naturaleza misma”, dice Daniel Guarcax, miembro y fundador del grupo.

 

Para la cultura maya kaqchiquel, comunidad lingüística a la que pertenece este grupo, la naturaleza tiene un lenguaje en sí, un lenguaje espiritual común en todo el mundo, más allá de las palabras.  Dentro de su vocabulario, el banco de sonidos que genera el entorno natural donde viven ha servido para crear muchas palabras que aún utilizan en la actualidad. “Los sonidos son nuestra lengua o nuestro idioma kaqchiquel. Esta tiene una base onomatopéyica muy importante. Por ejemplo, a un ave le llamamos «ch’ok», y le decimos «ch’ok» porque el canto de este ave es ch’ok-ch’ok-ch’ok. Prácticamente llamamos a las cosas por su sonido, forma, o color. Es así como nos adaptamos un símbolo desde la naturaleza misma. Existen muchos más ejemplos en animales y plantas.  Así se genera y se va creando el banco de sonidos, de palabras, de fonemas de una comunidad”, añade Daniel.

“Prácticamente llamamos a las cosas por su sonido, forma, o color. Es así como nos adaptamos un símbolo desde la naturaleza misma. Existen muchos más ejemplos en animales y plantas.  Así se genera y se va creando el banco de sonidos, de palabras, de fonemas de una comunidad”
Pero esto no es un fenómeno exclusivamente de origen maya. En todas las lenguas las onomatopeyas han servido de base para designar animales, cosas, plantas o acciones. Un ejemplo claro de esto se puede observar en el comportamiento de los niños. Muchos comienzan llamando a los perros «guau guau», por la asociación del ladrido con la figura del perro. Y no solo en el vocabulario infantil. En el español actual tenemos palabras como aplauso que deriva del “plas, plas, plas” de las palmadas, o la palabra ronquido, vinculada a la onomatopeya “rom, rom, rom”. Muchas de las raíces de las palabras que componen las lenguas de origen indoeuropeo, también tienen sus inicios en la imitación de un sonido natural, como “ma“ que proviene del sonido del bebé lactando, de donde derivan palabas como mamá, mater, maternidad.
Nuestra desvinculación con la naturaleza ridiculizada desde la imagen de un niño que escucha a una planta con unos auriculares.
Vía https://pixabay.com/es/kids-escucha-sonido-naturaleza-2223816/ Creative Commons
Este patrón se repite en todo el mundo. En el caso del idioma japonés, las onomatopeyas tienen un espacio muy importante. Se considera una de las lenguas más onomatopéyicas que existen, teniendo más de diecisiete palabras para describir el acto de caminar, dependiendo de quien haga la acción, si es una persona mayor o joven, y de cómo la ejecuta, si despacio o rápido. En cada paso, un sonido que lo determina, y de cada uno de esos sonidos, una palabra.
Las lenguas son un ente vivo, que no para de regenerarse y de evolucionar, por lo que la creación de nuevas palabras es algo continuo. Según la etimología, los prestamos de otras lenguas o las palabras compuestas son la forma de originarse nuestro nuevo vocabulario. No obstante, aunque no de una manera tan explicita como pudo ser en el pasado, nuestra naturaleza, el entorno que es parte de nuestra cultura, sigue estando presente en nuestro acento, en cada fonema. Llevamos un registro de la sonoridad de la fauna, de la flora, del clima en cada una de nuestras palabras. Dibujamos un mapa de vibraciones que imitan a los sonidos de todo ese paisaje sonoro con el que crecimos. Cada sonido que emitimos es como código identitario, un libro que registra nuestra historia y nuestro origen.

Quizás un día seamos conscientes de lo que se pierde cuando perdemos una lengua. Cuando desprestigiamos nuestra forma de hablar y la sustituimos por otra, rechazamos de alguna manera nuestra expresión más natural. Las lenguas también son parte de la educación ecológica, pues el respeto hacia la naturaleza también se cultiva en las palabras.

 

Grupo Sotz’il en una interpretación de los sonidos de la naturaleza:

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