El viaje

Wakaya: un viaje a través de las lenguas de Abya Yala

Alejandra Gayol

 

 

Las palabras carecen de un significado estático. Pueden significar cosas diferentes dependiendo de su contexto, de la intención del hablante o de la percepción del oyente. Para el pueblo Kukama Kukamiria, en la Amazonía, la palabra Wakaya significa dar algo a cambio de otra cosa, un intercambio que puede ser inmaterial, basado en conocimientos o habilidades. Nuestro recorrido a través de quince países y más de veinticinco lenguas ha hecho que esta palabra, para nosotros, no solo signifique un intercambio de valores o de perspectivas. Hoy Wakaya es la mirada de los pueblos indígenas, la lucha, la lengua y la revolución. Un sentido específico enmarcado en cada una de las huellas que nos dejó el camino. Un estandarte que ha servido de motor en un viaje a través de las lenguas originarias del Abya Yala.

Wakaya es un molde de piedra y tierra. Una Sierra vertical, inquebrantable, firme y sola en el Estado de Chihuahua. Los pies curtidos por los caminos y las palabras vivas de la lengua rarámuri. Son las lágrimas de una cultura en forma de cascada. La figura de una mujer que mostró al mundo la desigualdad que se vive en el sistema penal mexicano, la discriminación lingüística que apresa al inocente para darle una disculpa al culpable. Es la voluntad de un grupo de jóvenes que, con un ojo en el futuro y sin quitar la vista del pasado, dan a conocer una cultura milenaria a través de un videojuego llamado “Mulaka”.

Wakaya es vivir un 29 de noviembre en San Francisco Oxtotilpan. Es colgar del cuello el naranja cálido de la flor de cempasúchil, y llenarse de tamales, arroz y pollo para recibir al nuevo mbexoque. Deslumbrarse con la peña blanca y recoger palma para las ofrendas del día de los muertos. Es caer en la desolación al descubrir que la lengua matlatzinca se pierde en las mochilas de los jóvenes que se mueven del pueblo a la Ciudad de México. Es mantener la esperanza trazando caminos entre topónimos y recuperar la fe en tu identidad.

El 29 de Noviembre se celebra el cambio de mayordomo en San Francisco Oxtotilpan, México, donde se corona al nuevo mbexoque.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es dividir el corazón en tres pedazos para conocer desde adentro la visión del pueblo totonaco. Es invocar al trueno de la ciudad del Tajín, hasta oírlo retumbar entre las pirámides que sobreviven erguidas en el Estado de Veracruz. Es temblar, como poseída, al conocer la situación de la educación mexicana en el pueblo de Papantla, el desinterés del profesorado hacia la lengua totonaca, las raíces arrancadas, los conocimientos perdidos. Es acelerar la esperanza entre rimas, y agitar las manos mientras sacudes la lengua con las canciones de Juan Sant, un rapero totonaco que rescata  su lengua al ritmo del hip hop.

Wakaya es cubrir el rostro con un pasamontañas, es dejar que sean los ojos quienes hablen entre la espesa niebla de Chiapas. Es la voz que narra la memoria de los presos indígenas mexicanos, de las torturas y las amenazas, de la incomprensión de una lengua extranjera que ahora asume el poder. Es representar en una realidad falseada la vida del hablante tzotzil, haciendo del arte escénico un método de supervivencia cultural, como lo hace el grupo de teatro Xch’ulel jlumaltik.

Wakaya es caminar hacia al mar de la costa caribeña de Guatemala para abrazar la cultura garífuna. Es apretar un pañuelo amarillo en tu frente y dejar que África te llame. Es vivir tu cultura a través de la música, nutrida de tambores y palmadas. Es clavar la atención en los nuevos ritmos que solo conocen la lengua española, para después despojarse del imperialismo cultural entre las cuerdas de una guitarra que llora al son de la parranda.

Para el pueblo garífuna la música es una de las principales herramientas para transmitir su lengua.

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es hacerse agua salada de sudar esfuerzo. Ofrecer a la tierra la oportunidad de ser volcán y crear un lugar único, donde varias lenguas se despliegan para formar un anillo que enmarca el Lago Atitlán. Es adoptar el carácter maya codificado en los tejidos que abriga el cuerpo de las mujeres, es la actividad lingüística del tz’utujil que incendia las calles como hogueras matutinas. Es enfrentarse a un turismo cada vez más frecuente en el oeste de Guatemala. Es aplacar la fuerza arrolladora de la lengua inglesa, depredadora de culturas, y que cada vez gana más espacio. Es cada una de las manos que voluntariamente construyeron, en el pueblo de San Juan de la Laguna, una biblioteca donde la lengua tz´utujil pueda tener su propio espacio.

Wakaya es ver florecer la lengua náhuat en las letras cantadas por un coro de abuelas en El Salvador. Es conocer el abandono más explicito por parte del Gobierno hacia las culturas originarias. Es padecer en primera persona la política del miedo, donde hablar tu lengua se paga con la marginación y la vida. Es el amor incondicional del Proyecto Tzunhejekat hacia los hablantes de la lengua náhuat, es la firme creencia en que estos son los principales tesoros a los que custodiar.

Wakaya es una zona alejada de la Costa Atlántica de Nicaragua. Es conocer a un reino sin trono traicionado por todos. La historia frívola de los intereses de los poderosos, la realidad de una iglesia poco escrupulosa. Es la tradición oral que se ve aplastada por la literatura escrita, que reemplaza su historia, que despista el camino del pueblo miskitu. Es el grito de la desesperación en una radio que arde de injusticia, pero que trabaja por hacer llegar su lengua y su verdad a todos los hogares de Puerto Cabezas.

La lengua del pueblo miskitu aún sigue fuerte entre los más jóvenes, esto se debe principalmente a la presencia que el idioma tiene en las escuelas y en las familias.

Fotografía de  Alejandro González Amador

Wakaya es danzar entre seres enmascarados para mantener vivo el misticismo de los Kabru Rojc en Costa Rica. Es la embestida que provocó la herida de muerte al invasor cornudo. Es sacar las garras frente a un pavimento que trae con él un desarrollo atrasado, una carretera que atravesó el alma del pueblo Boruca. Un canal de imposiciones que llegan para sustituir su cosmovisión indígena.

Wakaya es la historia y el papel de la mujer indígena del pueblo Bribri de Costa Rica. Su visión del matriarcado, y el corazón atrapado entre las raíces de los árboles que siempre les han amparado. Es la víctima de una escolarización vacía de conocimientos indígenas, donde la aculturación es la protagonista, donde se adoctrinan niños en un régimen movido por los intereses de los otros. Es la primera universidad en territorio indígena desde una perspectiva inclusiva. Es la mujer que baña su cuerpo desnudo en un río para implorar a sus antepasados fuerza para continuar.

Wakaya es ser mujer e indígena en una sociedad machista y racista, muda porque tus palabras no tienen valor, enmudecidas porque tu lengua no tiene prestigio. Volver a resurgir en un país como Panamá, con su importante estilo occidentalizado, donde la cultura Ngäbe se adormece a la sombra del turismo de playa.

El juego de los diablitos recrea una lucha entre los indígenas boruca, seres enmascarados, y los conquistadores españoles, representados por un toro.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es una corona de plumas agitada, un bastón clavado en una tierra desprotegida. La impotencia del pueblo Naso del norte de Panamá frente a los intereses de las hidroeléctricas. Es un rey que ve sus palabras convertidas en cenizas pero que no cree en la resignación. Es un grupo de jóvenes que son fieles a su pasado, que protegen los conocimientos que guardan sus ancianos, donde creen que está la respuesta a la construcción de un mundo donde poder autogestionarse.

Wakaya es la mola de las mujeres kuna y su diseño excéntrico. Las aguas que parecen cristal delicado y que reflejan los colores de la bandera del pueblo Guna Yala. Es la supervivencia de los indígenas y su cosmovisión engullida por el asfalto, es sufrir el acoso por ser “indio” en Ciudad de Panamá. Es hacer cine para tu pueblo, romper los esquemas de un arte influenciado por la colonización.

Wakaya es un lugar sagrado de arena y viento donde descansan las almas de los wayuus muertos. Es el eterno desierto de la Guajira donde aún la lengua wayuunaiki cuenta con fuerza para romper el silencio. Es un pueblo dividido por políticas internacionales, por normas y leyes que lo someten y fragmentan. Es una escuela itinerante donde la cámara se convierte en un arma de defensa, en un disparo que proyecta la realidad del indígena de Colombia y Venezuela.

Ediana es una de las muchas jóvenes wayuu que han visto en el mundo audiovisual una oportunidad para contar la realidad de su pueblo.

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es cada uno de los sedimentos que forman el Valle del Cauca y una avalancha de traición hacia su propio pueblo. Es aprender que la naturaleza es el peor de los asesinos cuando se pone nerviosa. Es cada cuerpo que dejó inerte el peso de la tierra, las personas desplazadas, el daño y la transformación irreparable de una cultura. Es el resurgir, con la frente erguida, de los campesinos Nasa que cultivan en nidos la esperanza de los indígenas de Colombia. Es cada sonrisa de un niño que aprende jugando con la madre tierra.

Wakaya es el espíritu del guerrero shuar encapsulado en un cráneo reducido. Es una nueva guerra sin magia ni valores, sin orgullo ni espíritu. Es una nueva lucha, donde lo enemigos no se enfrentan por mantener su honor, sino por conseguir la riqueza que supone la explotación minera. Es la consecuencia de despojar a un pueblo de su tierra. Es la pluma de una tigresa que desgarra versos, es la poesía de la revolucionaria mujer shuar, guardiana de su cultura, guerrera por su lengua.

Wakaya es la densidad del verde en la Amazonía peruana. Es la humedad y la vida, las venas de agua dulce y sus afluentes. Es la descarnada ambición del hombre blanco y su carácter destructor, es el petróleo negro que hace sangrar a los ríos que son la fuente de vida de la comunidad Kukama Kukamiria. Es la discriminación que empuja hacia el abismo del autodesprecio. Es el eco de una radio que tiene como principal objetivo despertar el orgullo indígena.

Centro ceremonial donde se reúne la gente para revivir el ipx kweht, tradición del pueblo Nasa.

Fotografía de Ignacio Espinoza 

Wakaya es cada uno de los dedos que se enredan entre el tejido andino, cada una de las artesanas, cada uno de los colores, las historias dibujadas en cada estampado. Es el vientre desgarrado donde se cultivan las raíces que el genocida Fujimori volvió calaveras, esterilizaciones forzadas que sufrieron las mujeres quechuahablantes de Perú. Es un actor que busca democratizar el arte, transmitiendo la cosmovisión andina en obras de teatro representadas en la lengua quechua. Es despegar al ocio del lucro, es darle sentido al amor al arte.

Wakaya es cada uno de los alimentos que se nutren en el suelo de la Cordillera Andina. Es el secreto milenario del chuño, una papa casi inmortal que encierra la sabiduría ancestral que aún se impone en la cultura aymara. Es un gobierno declarado indígena que tiene amnesia en su lengua. Una Bolivia firme en el rescate cultural y que cojea en su punto de apoyo. Es llevar las lenguas originarias a los contextos actuales, es hacer de los memes un espacio donde se demuestra que la lengua aymara también tiene sentido del humor.

Wakaya es la naturaleza clánica del pueblo ayoreo. Su división representada por su insignia, la creencia de ser el único pueblo de la “gente verdadera”. Es el desplazamiento forzoso a las ciudades, la lucha por la deforestación, la imposición de una lengua, el desprestigio social. Es vivir una vida plena en su territorio para sobrevivir a gatas en la ciudad de Santa Cruz de Bolivia. Es la organización de un pueblo consciente de su suerte, un desafío continuo para erradicar la imagen de la prostitución y de la delincuencia que ensucia al pueblo ayoreo.

Pedro Ccahuana es un actor peruano que utiliza el arte para transmitir la cosmovisión andina a través de relatos como «El zorro y el cóndor».

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es una mano que golpea el pecho y unos ojos desorbitados, unos dientes apretados que apenas dejan pasar el canto de los guerreros que representan el hoko. Es una isla acorralada por el océano, donde convergieron dos corrientes culturales llegadas de ambos lados de la tierra, la mixtura europea y polinesia en un pedazo de tierra custodiado por moáis. Es la invasión intermitente que padeció la cultura Rapa Nui, la explotación foránea, la incertidumbre de un pueblo mareado por las olas. Es la fuerza de la juventud, las ganas de rescatar su lengua, su tradición, su espíritu.

Wakaya es un brazo que extiende al cielo la bandera mapuche en nombre de la libertad, ondeando la prosperidad y la sabiduría. Es soportar que un estado violento y excluyente te ponga la etiqueta del terrorismo, es que una sociedad te mire como culpable y fanático cuando tú eres la víctima. Es un diario que se convierte en un espacio únicamente mapuche para romper con la hegemonía del español.

Wakaya es la sensación de una muerta cercana. Es el enfermo consciente de su destino, la debilidad sin frenos que no tiene cura. Es el último hablante de una lengua, es la carrera definitiva entre la caducidad de un cuerpo y de una cultura. Es la herencia de un pasado donde las lenguas eran cortadas por hablar el idioma de sus sentimientos. Es cada una de esas personas que pasan sus horas en un museo de la ciudad de Paraná, en Argentina, con la única intención de grabar en sus memorias la lengua chaná y no dejar morir su patrimonio cultural.

Blas Jaime es el último hablante de la lengua Chaná. Imparte clases en el museo Antonio Serrano de Paraná, Argentina.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es el sonido tirante de las cuerdas de un n’viqué que retumba a las puertas del Impenetrable del Chaco argentino, un violín hecho de lata, un instrumento patrimonio del pueblo Qom. Es la historia no contada por los supervivientes, es la perspectiva del extranjero que narra la versión que más conviene a sus intereses. Es el cansancio y el golpe firme sobre la mesa de una generación que llega para contar su propia historia.

Wakaya es la calma que proyecta la espontaneidad de una aldea monolingüe indígena del departamento de Luque, en Paraguay. Es el paso de las horas, las tareas cotidianas, el trabajo comunitario del pueblo Mbya guaraní. Sus danzas y el sonido de sus instrumentos. Es la importancia de una oficialidad real, es el momento de desenmascarar a las políticas lingüísticas, es reconocer el poder del pueblo, que la lengua de las calles se palpe. Es caminar hacia un estado bilingüe, donde la lengua vernácula reste espacio al impositivo idioma español. Es utilizar el magnetismo y pasión que mueve el fútbol para ayudar a la integración social y a la preservación de una lengua.

Wakaya es la tinta que tiñe con curvas negras las pieles oscuras del indígena Pataxó de Brasil. Es el espíritu guerrero que asoma en cada pluma, es el arte que imita a la naturaleza. Es un pueblo que busca una tierra donde desarrollar su cultura, un espacio en la costa de un país que ha vendido sus playas al turismo. Es una aldea donde los niños y ancianos pueden ser libres en su entorno, transmitir su cosmovisión y revivir la lengua que las migraciones fueron perdiendo en su camino. Es la resistencia que dilata las venas de un viejo continente indígena. Es cada uno de los quinientos años de lucha, cada hablante asesinado, cada lengua perdida.

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