
Rio de Janeiro es carnaval, playa, rock y fútbol. De acuerdo a datos entregados por la Asociación Brasileña de la Industria Hotelera, hoy la ciudad es la más turística de Brasil y el turismo se duplicó en los últimos nueve años. Pero entre toda vorágine y ritmo carioca también hay silencios. Un joven los usa para hablar y marcar el tiempo de las ideas sentado afuera de la estación Largo do Machado, entre el ruido de adolescentes que pasan con parlantes con música anglosajona y la gente que marcha rauda para llegar a su destino. Kaiah Waiwai tiene el pelo largo sujetado con una coleta y un rapado en los lados. Viste pantalón corto y una camiseta deportiva. Al hablar lo hace con lentitud, no quiere ocultar nada de lo que piensa y también porque es un trabajo adicional hilvanar las oraciones en español, una de las tantas lenguas que domina junto al portugués, inglés, holandés y francés.
–Para mí no cambia porque no es mi lengua y no hace mucha diferencia. Siempre voy a preferir mi lengua, pero acá nadie te entiende. –dice.
Hace diez años años abandonó su hogar. No fue la primera vez. Con 14 años se fue al pueblo de su papá tawana –guerrero en waiwai–, donde aprendió una mixtura de idiomas que acompañaron su lengua materna. Donde vivía habían unas siete mil personas donde pululaba el inglés o francés por la cercanía del lugar con la Guayana Francesa. Aquellos idiomas fueron más habituales que el portugués que impera en territorio brasileño. En Rio de Janeiro vive hace ocho meses con sus dos hijas, una solo habla su lengua mientras que la menor también practica la de la madre. Con los familiares la situación es similar, Kaiah toma el teléfono y habla en waiwai. Y confiesa que su mamá no entiende si la conversación es en portugués. Incluso cuando va a un bar y, producto de las cervezas que se toma, fluye más su lengua originaria, aunque nadie le entienda. “Es una forma de mantener nuestra cultura firme y fuerte y resistir contra el sistema que quiere matarnos”, explica sobre una batalla que comenzó desde joven, que no ha sido solo lingüística y que le costó sangré, muerte y exilio.
En 2015 junto a unos compañeros denunciaron a una compañía minera que amenazaba con destruir el terreno donde vivía. Pero el plan de resistencia se complicó. “Dos de mis compas murieron y los otros se tuvieron que ir. Se tornó muy peligroso en la época. Hoy creo que es mucho más tranquilo, pero a mi hermano de sangre lo mataron y yo no podía vivir allá. Me fui a caminar por el mundo, hasta que una vez al año vuelvo a mi pueblo a los rituales y para estar con mi mamá. Pero es muy difícil, la mineradora es muy fuerte”, confiesa. Su hogar está en el estado de Pará, para llegar debe adentrarse 12 horas y tres días en bote en la Amazonía. La distancia es una barrera porque no hay un solo día en que Kaiah no piense en su familia, pero reconoce que aún no puede regresar. “Si vuelvo a mi pueblo voy a matar. No puedo vivir mirando todo lo que pasa y quedarme sin hacer nada. Pero mi voluntad es que algunos años más adelante vuelva y empiece a hacer muchos trabajos”, dice.

Para ayudar comenzó a jugar en un equipo de fútbol profesional que milita en la serie c de la liga carioca y parte de los ingresos los envía al pueblo. No tiene intenciones de proyectarse en el fútbol, el deporte solo lo ve como una forma de apoyar las causas que defiende: formó parte de una selección indígena de Brasil y hoy es dueño de la posición de marcador en punta. “Soy tan calmado que las personas piensan que cuando estoy jugando estoy desatento. Creo que el olfato de no impresionarme con las cosas ayuda, así creo que me ayuda a jugar mejor. No pensar en esto ni en nada”, sostiene. Pero también existe otro lugar en la vida de Kaiah donde también encuentra paz: la Aldea Maracaná. El lugar es un recinto abandonado al lado del estadio Maracaná y que fue tomado por miembros de comunidades indígenas con el objetivo de denunciar la falta de políticas públicas relacionadas a las necesidades de los pueblos originarios, lengua, territorio y cultura.

La tarde avanza y el tiempo que dispone Kaiah se acaba, el la hora de su entrenamiento de fútbol se aproxima y no puede llegar tarde. Pero antes de marcharse se para de la banca, mira la cámara nervioso y posa para una foto, luego los nerviosismo desaparecen y sin titubear entrega la última reflexión antes de despedirse: “Si no nos hacemos fuertes no estaremos vivos, la religión entra en los pueblos y empieza a destruir todo. Los grandes plantadores empiezan a destruir todo. Estamos bien jodidos”.
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