–Para mí no cambia porque no es mi lengua y no hace mucha diferencia. Siempre voy a preferir mi lengua, pero acá nadie te entiende. –dice.
Hace diez años años abandonó su hogar. No fue la primera vez. Con 14 años se fue al pueblo de su papá tawana –guerrero en waiwai–, donde aprendió una mixtura de idiomas que acompañaron su lengua materna. Donde vivía habían unas siete mil personas donde pululaba el inglés o francés por la cercanía del lugar con la Guayana Francesa. Aquellos idiomas fueron más habituales que el portugués que impera en territorio brasileño. En Rio de Janeiro vive hace ocho meses con sus dos hijas, una solo habla su lengua mientras que la menor también practica la de la madre. Con los familiares la situación es similar, Kaiah toma el teléfono y habla en waiwai. Y confiesa que su mamá no entiende si la conversación es en portugués. Incluso cuando va a un bar y, producto de las cervezas que se toma, fluye más su lengua originaria, aunque nadie le entienda. “Es una forma de mantener nuestra cultura firme y fuerte y resistir contra el sistema que quiere matarnos”, explica sobre una batalla que comenzó desde joven, que no ha sido solo lingüística y que le costó sangré, muerte y exilio.
La tarde avanza y el tiempo que dispone Kaiah se acaba, el la hora de su entrenamiento de fútbol se aproxima y no puede llegar tarde. Pero antes de marcharse se para de la banca, mira la cámara nervioso y posa para una foto, luego los nerviosismo desaparecen y sin titubear entrega la última reflexión antes de despedirse: “Si no nos hacemos fuertes no estaremos vivos, la religión entra en los pueblos y empieza a destruir todo. Los grandes plantadores empiezan a destruir todo. Estamos bien jodidos”.
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