Ella cumplió años, y siglos. Seguía modificándose, transformándose para adaptar sus expresiones sociales y culturales, como su lengua, a las condiciones de su entorno. Pero un periodo de catástrofe ambiental llegó a la isla, lo que supuso un colapso de la cultura. La adoración a los ancestros y la construcción de los moáis se paralizó alrededor del siglo XVII. El nuevo paisaje que la catástrofe ambiental había dejado cambió su económica, sus ideologías, e incluso desembocó en enfrentamientos entre clanes. En este panorama de guerras clánicas los hokos cobraron una vital importancia. Los ojos abiertos inyectados en furia, las lenguas húmedas colgadas de sus labios tocando la barbilla, los músculos tensos, mientras los golpes en el pecho y en las piernas salpicaban la sangre hasta enrojecer la piel. Una danza guerrera que los rapanui solían hacer para intimidar a sus rivales.
Aún le quedaban por recibir los golpes más duros. Alrededor de 1860, los traficantes que llegaban desde Perú se llevaron a cientos de hombres para someterles a la esclavitud en las haciendas peruanas. Entre ellos estaban los sabios, los ancianos, los conocedores de los saberes que se encerraban en la antigua escritura Rongo-Rongo, los últimos intérpretes. Su lengua se tambaleaba, también sus tradiciones. Se quedó sin sus maorís y con solo un centenar de habitantes, pues aquellos que volvieron de la experiencia esclavista portaban enfermedades que contagiaron al resto de la población. Un hachazo irreversible para su cultura.
Amaneció desolada, pidiendo auxilio en silencio, estaba quedándose muda poco a poco. Los gritos se escucharon desde un barco de misioneros, que más que la palabra “necesidad” socorrieron a la palabra “oportunidad”. Descubrió al cristianismo, y sin poder de decisión, asumió la disciplina alejándose cada vez más de sus creencias. Sentimientos encontrados, la esperanza y la nostalgia.
Deseada y algo desorientada, fue a su encuentro el francés Jean Baptiste Dutroux-Bornier, que la convirtió en un criador de ovejas. Condenada a ser objeto de lucro para el francés y para su amigo inglés John Brander, su población empezó a descender hasta llegar tan solo a 110 rapanuis. Le arrebataron a sus hijos, junto a los que forjó una identidad única durante cientos de años. Solo 150 años atrás, esta madre abandonada en el Pacífico daba el pecho a 6000 rapanuis. Los intereses de los comerciantes extranjeros la desnudaron, no solo despoblándola de personas, sino también saqueando gran parte de su patrimonio arqueológico. Se llevaron su cultura tangible y transformaron – e incluso hicieron desaparecer- su cultura intangible.
Simplemente, precioso.