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En riesgo crítico de extinción, el idioma brunkajk, originario del pueblo boruca que habita la selva en el Pacífico Sur de Costa Rica, encuentra un camino a la supervivencia en el rescate de la cultura y de la cosmovisión de su pueblo.
La carretera iberoamericana que corre paralela al Pacífico y cruza todo el territorio de Costa Rica divide en dos al pequeño poblado boruca de Rey Curré, como una enorme cicatriz. Por allí pasan todos los días decenas de camiones que transportan mercancías. Autobuses que llevan turistas y vecinos a ciudades cercanas y coches privados que interrumpen el silencio en la pacífica comunidad indígena con calles de tierra y donde el sistema aún se rige por autoridades escogidas por los vecinos que habitan en el lugar.
La mayoría de los habitantes tienen un pensamiento en común: el camino de asfalto fue un golpe directo en el corazón del idioma brunkajk, uno que por siglos fue la principal forma de expresión del pueblo boruca. «Por la carretera entra todo lo que es extranjero, cosas que aquí no se conocían, sin preguntar si las queremos o no. Diría que ella fue el 80% responsable del deterioro del brunkajk», cuenta Melvin González, conocido allí como «Camel». La pérdida restante se la atribuye al sistema educativo que durante décadas falló en enseñar al pueblo su propia lengua: «La educación se encargó de matarnos. Y no hace tanto tiempo, fue hace 50, 60 años, que el idioma sufrió su mayor declive. Está mal que tengas dos horas de inglés y francés en la escuela y apenas media hora de tu propio idioma».
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La carretera interamericana que une las Américas pasa por Rey Curré.
Fotografía de Natália Becattini
Hoy, el número de hablantes fluidos en Rey Curré puede ser contado con los dedos y se restringe a los ancianos del pueblo. Melvin cuenta que incluso él encuentra alguna dificultad para expresarse en su lengua: «Mi padre y mi madre me enseñaron lo que sabían y aprendí mucho al participar en la organización de las fiestas y tradiciones, pero no hablo el 100% como mis abuelos. Muchas palabras ya se perdieron, ya no las sé y tampoco las sabe la generación anterior a la mía», confiesa.
“Por la carretera entra todo lo que es extranjero, cosas que aquí no se conocían, sin preguntar si las queremos o no»
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Fotografía de Natália Becattini
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