La velocidad del auto hizo que las llantas resbalaran. Juan Collazo reconoció aquel sonido del frenazo y pensó que chocaron el vehículo de su primo Pedro Jiménez. Éste salió de la casa a ver que pasó, pero no volvió. Juan escuchó un nuevo ruido y repitió la misma acción. La escena siguiente obedece a un puzzle incompleto donde las pocas piezas que recuerda son una voz que le dijo: “manos arriba” seguido de una golpiza que le hizo perder la memoria.
Domingo por la mañana en San Cristóbal de las Casas. Juan Collazo maneja un automóvil que se aleja de la ciudad mientras el sol le da un respiro a los coletazos del frío que han conquistado diciembre. Se detiene a un costado de la carretera y en un puesto de comida compra un pollo asado, acelgas y tortillas. Luego retoma el viaje donde la parada final es el Centro de Readaptación Social Nº5 –Cereso– del Estado de Chiapas. Entrega sus documentos de identidad y entra. Los guardias lo saludan cordialmente y le abren rápidamente las rejas hasta que llega a un gran patio donde cuelgan hamacas con carteras hechas manualmente.
Juan Collazo es la celebridad, algunos reos lo reconocen y le estrechan la mano, él responde afectuosamente y sigue su trayecto que termina en un rincón donde hay una mesa de madera. En la pared se leen rayados que dicen “Anarquía, salud y reivindicación social”, junto a estampados del Subcomandante Marcos, Ernesto “Che” Guevara y Emiliano Zapata. En el lugar, también conocido campamento, hay una larga banca y sillas rojas con el logo de Coca-Cola en el respaldo. Ahí lo esperan Adrián Gómez Jiménez, Diego López Méndez y Esteban quien viste una camisa roja, pelo corto al ras y una cicatriz sobre el labio. Juan Collazo saluda a los tres y se sienta en la cabecera del mueble firmemente: “Aquí hicimos historia, invitamos a mucha gente para que luchara”, recuerda.
Fuente via Solidaridadchiapas.wordpress.com
Tras perder la consciencia no recuerda como llegó a la fiscalía. La seguidilla de golpes que le dieron en el cuerpo terminaron por ayudarlo, al final cada embate lo sintió como una palmada y dos días después del arresto, al verse el cuerpo lleno de moretones, se hizo la primera pregunta ¿qué me ha sucedido?. Lo llevaron al ministerio público para declarar, pero en ese entonces la lengua española era una desconocía, no pudo descifrar lo que le dijeron, las respuestas solo se limitaron a asentimientos con la cabeza como consecuencia de las palizas sufridas. “Firmamos unos documentos y ni sabíamos el contenido de eso”, recuerda.
El motivo de la condena fue el rapto de una mujer, pero Juan Collazo prefiere culpar al amor por la injusticia cometida. Él tenía una amiga, con el tiempo la amistad creció y llegó el momento en que le dijo que le gustaba. La atracción era mutua, se hicieron novios y una noche de abril en que se celebró la Fiesta de San Cristóbal no volvieron a casa. “Decidimos vivir la vida juntos porque nos queríamos y sentíamos un amor intenso en nuestros corazones. Quedamos de visitar a sus papás y yo visitar a mi suegro para pedirle perdón”, explica. Pero el plan no resultó, el padre de la muchacha puso cargos por secuestro.
El día de la detención estaba con su primo Pedro Jiménez porque ambos trabajaban en el comercio ambulante. “Había acabado de perder la elección de su pueblo. Quería ser presidente municipal de su pueblo y estaba bien corajudo, entonces al saber que su hija se había ido con mi primo se enojó mucho y acusaron a mi primo de secuestro”. Cuenta Pedro López. Recuerda que no entendían el castellano y por eso también las repercusiones fueron mayores. “No saber hablar español es un delito para la gente indígena. Porque eso nos tocó vivir a nosotros, por tener una lengua somos más discriminados, hay más racimos, porque somos gente chaparra te humillan”, agrega.
Por estar junto a su primo, Pedro López también fue detenido. Cuando recuerda los episodios se apunta la frente y dice que quedó con una secuela en esa zona por las constantes golpizas que recibió. Hablante tzeltal también se queja porque, al momento de la defensa, recibió una traductora tzotzil, la lengua de su primo. “El tzotzil no conoce lo que es la lengua tzeltal, la cultura más que nada, los usos y costumbres, en cada municipio son diferentes usos y costumbre y cultura”, afirma Pedro.
Juan Collazo define la cárcel como un pueblo, uno donde estuvo obligado a aprender el español para sobrevivir. Hubo momentos en los que tuvo que hacer de médico y otros episodios donde debió estar en los juzgados y había que entender como fuese lo que decían de su caso. Pero también conoció otro lenguaje, el de señas. Dentro del penal estaba prohibido que los reos se comunicaran en la lengua materna. “Las autoridades cuando te ven se molestan, en aquel tiempo no podías juntarte con dos o tres personas, te malinterpretaban porque pensaban que se planeaba alguna fuga. No permitían hablar en la lengua, pero siempre se hablaba, así medio escondido y con miedo más que nada”, recuerda Pedro López.
Voz de los sin voz
El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (Frayba) fue creado en 1989 por el Obispo Samuel Ruíz. El centro se encarga de acoger las denuncias cometidas contra todo tipo de persona, sin distinción de religión, pueblo o género. Juan López es de origen tzotzil y trabaja en la organización donde atiende los casos. Cuenta que en el estado de Chiapas la mayoría de los hablantes de los pueblos originarios son de origen tzeltal o tzotzil. “Anular una lengua también es anular la agencia de los sujetos”, afirma. Ha estado en los procesos judiciales y ha visto como la labor de los intérpretes tampoco ayuda al ser un estado con mayor diversidad lingüística. “Las personas que entran a las cárceles tienen que estar hablando fundamentalmente en español a no ser que se encuentren tz¨tziles y tzeltales dentro del propio sistema, Pero el sistema no está preparado para atender a ese tipo de población sabiendo que existe”, dice.
Juan sostiene que la discriminación étnica no es reciente. El tema se remonta a la época colonial y persiste hasta la fecha. Cree que los avances han sido mínimos mientras que las expresiones racistas contra la lengua materna se mantienen presente. Un oscuro panorama corroborado por las denuncias de torturas y encarcelamiento por delitos no cometidos son los que llegan a la institución. Ahí también colaboran para que los miembros de los pueblos originarios se puedan organizar y conseguir aliados en la defensa de sus derechos, tanto humanos como territoriales.
Por el lado lingüístico la situación tampoco mejora, A pesar de que La Constitución mexicana reconoce los derechos de las comunidades indígenas, de que puedan hablar la lengua materna, la discriminación en el sistema judicial, económico y cultural también está presente. “Que en este lugar podamos mirar a mujeres de pueblos originarios vestir sus vestimentas y hablar su lengua no quiere decir que hay una aceptación total de la presencia indígena en las zonas urbanas. El racismo, la discriminación es constante”, plantea.
Aislamiento. Ese era el castigo que recibían si las autoridades escuchaban a un preso hablar en la lengua materna y no entendían lo que decían. No ver a los familiares por 15 días complementaba la sanción. Juan no tuvo que infringir aquella norma, cuando cayó preso sus padres se enojaron con él porque creyeron que era culpable, pero también cree que no acudieron al penal para evitar las humillaciones que reciben las personas de un pueblo originario. “Para una señora indígena que un custodio le toque las axilas o el pecho a una es una humillación. Como es el reglamento de la cárcel se tienen que someter a esa revisión hasta incluso se sacan la faja, con la que se amarran las enaguas que tienen”, explica.
Recién un año y medio después los padres comenzaron a visitarlo, sin quedar exentos de los vejámenes que imponía el sistema judicial. La madre no hablaba español mientras que lo poco que dominaba su padre les bastaba para saber donde tomar el carro y llegar al penal. Pozol era el alimento que llevaba la mujer de Pedro a la cárcel. Aquella sopa de verduras tampoco pasó los filtros de gendarmería, para las autoridades aquello podía fermentarse y generar licor. “Ella sufrió bastante. Hasta ahorita habla más o menos, pero en aquel tiempo cero español, pura lengua. Entonces cuando vas y si les hablas en lengua ellos no oyen, te ignoran. Eso es lo que se vivía dentro de la cárcel, tuvo mucho problema”, agrega Pedro.
En la cárcel Alberto Patishtán les enseñó a los presos sobre la dignidad y lucha política.
Fuente via Albertopatishtan.blogspot.mx
Nació la rabia. Los dos primos quisieron dejar atrás las humillaciones y comenzaron a denunciar los abusos. La forma, la lucha política. “Nos organizamos escribiendo para practicar y después, cuando aprendimos a escribir, les mandamos cartas a diferentes partes de la tierra, hicimos un blog para relatar nuestra historia y dar a conocer por qué estábamos presos”, relata Collazo. Condenado a 37 años de cárcel Pedro López estaba desmoralizado, pero fueron las letras y el nuevo conocimiento lo que le permitieron salir adelante. Aprendió a escribir en tzeltal y español además de terminar la educación primaria. Juan Collazo hizo lo mismo pero, cuando habla de ese camino, no olvida un nombre, el profesor Alberto Patishtán.
Condenado por un crimen que no cometió, en 2009 fue trasladado al Cereso de Juan a quien le entregó los primeros consejos antes de comenzar la lucha política. “’Estudia ‘Juanito’ busca a dios en primer lugar’, me decía. Estudiamos, recibimos el libro del primer año, lo que es el abecedario y así como fue como empezamos a caminar con él”, recuerda Collazo. Su círculo creció, las amistades entre presos también y las denuncias fueron las primeras que lograron saborear la libertad. La lucha que inició el profesor ,también de descendencia indígena, fue bautizada como Solidarios la voz del Amate “Nació por el grupo que trajo, él empezó a luchar. El lugar que estaba no era para él, ni es para nadie y no se hizo para nadie. Solidarizamos con él, lo acompañamos en su lucha. Escribiendo ateniendo su visita y todo, y así quedó el nombre”.
Pedro también se unió a la lucha. La defensa de la cultura y su costumbres fueron la bandera ante un sistema judicial que tenía otro aliado. “Hay gente que está al lado de las autoridades penitenciarias, todo lo que escuchan van y se lo dicen al director. Allí empieza la represalia, yo fui amenazado muchas veces. Qué miedo iba a tener si ya estoy preso, me decía”, cuenta. Juan Collazo pagó el costo de su decisión. Fue trasladado al penal de Motlozinca donde las torturas físicas superaron a las psicológicas. Lo encerraron en un cuarto donde solo podían estar dos personas, el mismo número de salidas que tenía por día , una para comer y otra para cenar, todo con un margen de diez minutos, sin cubiertos y con las manos atrás. “Comíamos como perros, habíamos perdido todos los privilegios del penal”, recuerda sobre aquel lugar que lo motivó a continuar con su propósito. Construyó una pequeña iglesia y el director del penal perdió su puesto por las denuncias que interpuso el nuevo huésped. “Después de los cuatro días salió porque igual lo denuncié, llegó gente a investigar que había en ese penal”. Cada sufrimiento lo tomó como un aprendizaje que le permitió visibilizar las violaciones a los derechos humanos que se cometían. Denuncias que no solo llegaron a través del papel y el lápiz. Durante 30 días permaneció sin comer como medio de protesta para pedir mejor alimentación y las visitas, que llegaban desde lejos, pudieran quedarse más de una semana en la cárcel. Aquello demandó una preparación mental de un años y un análisis de las consecuencias a futuro, Juan sorteó aquel examen al costo de una gastritis que hoy lo limita de saborear las comidas con picante.
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Juan y Pedro ingresaron al penal en 2007 acusados de un secuestro. Entraron como presos analfabetos y con el tiempo el adjetivo cambió al de políticos. Las repercusiones de su caso crecieron, sitios web y emisoras radiales, que apoyaban la causa Zapatista, también denunciaron los vejámenes sufridos al interior del penal. La bola de nieve creció y no pudo ser frenada.
Aquel episodio, de vivir haber sido condenados injustamente, terminó el 4 de julio de 2013, luego de haber pasado seis años y 54 días los primos de etnia indígena quedaron en libertad. “Cuando salí cambié de mentalidad, no había rencor ni odio, la lucha me liberó total. Me puse feliz de ver a mi familia y a la gente con quienes luchamos”, confiesa Pedro quien continuó la lucha de otra forma: ingresó a la universidad para estudiar leyes. Quiere recibirse de abogado para defender a la gente arrestada injustamente: “Hay muchos indígenas indígena que no puede pagar un abogado: Mi objetivo es estudiar y defender a la gente pobre de mi raza o no y es decirles que si no hablan español poderles traducir conforme es”.
Los tres convictos escuchan atentamente las palabras de Juan Collazo. “Ustedes ya no son cualquier persona. Son promotores de derechos humanos. Serlo es como despertar de un sueño”, les dice, aunque para los oyentes la labor corresponde más al escape de una pesadilla. Diego, Esteban y Gabriel también fueron torturados y confesaron delitos que no cometieron. Su estadía en el Cereso Nº5 es reciente y reconocen que durante el último tiempo la situación en el penal está más tranquila. “Cuando el mundo está más en silencio el peligro está más próximo”, les corrige Juan Collazo. Antes de abandonar el penal Juan se despide de los presos y saluda a la gente que se encuentra camino a la salida. La puerta de entrada al recinto se cierra. Camina hacia el auto, pero antes se gira y mira la cárcel desde una loma para entregar la última reflexión sobre los años que le cambiaron la vida: “Al venir siento que me rejuvenezco y que sigo viviendo con ellos el dolor que sufrí”.
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