Xihmhüwi

Xihmhüwi

EL VIAJE

Xihmhüwi

Joseba Urruty

Don Armando sonríe y señala una pequeña población al fondo del valle, apenas visible desde nuestra distancia, pero perceptible a esta altura. Una vez recobrado el aliento después de la dura y empinada travesía a través de los frondosos bosques de pino que cubren el lugar, logro observar una pequeña iglesia en el centro del municipio señalado por nuestro guía. Un blanco impoluto adornado con un azul cielo en sus detalles y coronada con un campanario. El color resalta en el paisaje tanto como lo hace la montaña desde la que la observamos llamada por sus guardianes Toxyewi, Peña Blanca curiosamente. San Francisco Oxtotilpan es una localidad pequeña, diminuta, como lo es su población, pues pocos son los últimos hablantes matlatzincas. Pero, al igual que esa brillante iglesia, capaces de resaltar entre la inmensidad de la brecha abierta por la naturaleza. Aquí, 3371m más cerca de las nubes, tan solo la roca y las palmas florecen. Estas últimas adornaran el cementerio en el día de muertos; las primeras adornan todo el año las casas de las águilas.

Cocinando tortillas de maíz azul con Don Armando

Fotografía de Idoia Olaizola

Al tiempo que Don Armando recoloca su intenso bigote, esboza una religiosa sonrisa que, por suerte, siempre acompaña su bronceado rostro. Una mueca suya nos indica que es tiempo de comenzar el descenso a casa, sabedor que nuestra condición física hará de esto una labor lenta. El volcán de Toluca nos despide con su majestuosa presencia, tan cercano a nosotros que casi osamos tocarlo. Nanas y tatas acuden a él para rogarle benevolencia en las mala épocas, solo ellas pueden tocarlo y lo sabe, pues es su lengua la que habla. Katut´una fot´una -gente que habla con la boca- son los matlatzinca, algo que los jóvenes han olvidado ya. Toluca está sordo frente a ellos, cada vez menos gente habla con su rostro nevado.

La promesa de unas tortillas de maíz y un trago amargo de cerveza local aceleran el paso. El estruendo del avance altera el descanso de otras invitadas de honor de la zona. Reinas del norte que retornan al descanso de su tierra, al hogar, mariposas que un día tuvieron que emigrar también en busca de oportunidades. Xihmhüwi, la mariposa monarca, encuentra en el abrazo a los pinos de la región su descanso anual, en las que florece su color anaranjado tomado de los cempasúchil, las flores de muertos que son sinónimo de vida, y guían el viaje de los insectos a su descanso. El verde y el naranja bailan para la vista, hablando una lengua que las hermana a cantar, una conexión ancestral que parecia imposible de quebrar. Por asombroso que parezca, Don Armando esboza un gesto serio y triste por primera vez en 3 días. Él ha sido testigo directo de como esa conexión natural fue quebrada, de como esa danza quedó enmudecida, de cómo xihmhüwi comenzó a llamarse mariposa.

«Xihmhüwi, la mariposa monarca, encuentra en el abrazo a los pinos de la región su descanso anual, en las que florece su color anaranjado tomado de los cempasúchil»

Una niña corretea por el campo tras un pequeño insecto de un tímido color anaranjado que trata de alzar el vuelo de manera torpe. Un tiempo después, será enviada a un colegio estatal donde le dirán que ese animal se llama mariposa. Ahí, con ese pequeño insecto, comenzará un tormento lleno de racismo y discriminación, considerando su monolingüismo una piedra más en el desarrollo social del país. Lo que para unos es orgullo para muchos significó una profunda humillación, y ambas verdades son muy reales. Esa niña correrá llorando a casa, asustada y encogida en su caparazón antaño abierto, y cuando sea madre, no querrá que su hijo comparta su martirio y se interponga al bienestar de la nación. Las heridas pueden crear monstruos terribles.  Le mostrará como vuelan libres las mariposas, aunque en el hogar y para ella misma en el fondo sigan siendo xihmhüwi. Para entonces, habrá sido tan empequeñecida que su hijo nunca conocerá su verdadero nombre, ni siquiera el de la Peña Blanca, ni el de muchos otros que habrán sido renombrados para siempre. Se convertirán en palabras resguardadas por los mayores y condenadas al olvido, tan solo libres para volar de nuevo en ceremonias y rituales.

Esta historia es la crónica de la niñez de Don Armando, pero lo es también de su pueblo, de México y de tantos y tantos pueblos originarios de Abya Yala.

Vistas de la Peña Blanca

Fotografía de Idoia Olaizola

El sonido de las campanas nos hace regresar a un presente de alas mutiladas, a un 28 de noviembre. Mañana esas campanas cambiarán de dueño en una ceremonia anual para nombrar a los nuevos mbexoque. Ellos serán los encargados de marcar el paso del tiempo, una palabra que aguantará ese avance, un conteo que alzará el vuelo en el eco de la sierra. El cambio de mayordomo representa el ritual más importante del pueblo matlatzinca, herencia congelada en el tiempo, una ceremonia en la que la lengua brilla y baila, canta y ríe. Por ella hablan los mayores, pues son seres que soportan el peso del tiempo sobre sus lenguas, y ellos nombran las nuevas autoridades, ejemplo también de los que poseen el don del idioma materno. El matlatzinca es una lengua herida como otras tantas, muy frágil y enferma, como lo son sus hablantes. Escondidos y refugiados al calor del tamal, tan solo en este día especial parecen resurgir con todo su color y alegría de antaño, esa que antes traían las xihmhüwi y hoy se llevan las mariposas. Una superviviente que siempre ha necesitado protegerse de lenguas de sentimientos superiores tratando de domarla, de capturarla, manteniéndose oculta y en silencio en este su refugio que es la montaña. Cuando una lengua ha sufrido tanto dolor, sí no se construye un sentimiento de su propia valía, se hunde en el pesimismo de la fuerza de sus conflictos. Es por ello que cuando un ritual tan importante para la comunidad se lleva a cabo, tan solo la lengua que ha visto crecer a su pueblo puede hablar, ella conoce mejor que nadie su historia y sus palabras, su presente y final. Los mayores representan ese abrazo con las raíces condenado a apagarse más pronto que tarde.

Los nuevos mbexoque ensayan el tañido de las campanas

Fotografía de Joseba Urruty

Don Armando gira a la izquierda y nos despide desde su casa mientras nosotros continuamos descendiendo por la pequeña calle que hace de carretera principal y cruza el municipio, resguardado por comercios y viviendas a ambos lados. El tono gris y apagado de los bloques de hormigón que visten las construcciones contrasta con los verdes y marrones que cubren el otoño en San Francisco Oxtotilpan. El calor también propio de estas fechas comienza a apagarse al tiempo que el día avanza, y un trago de café nos aguarda paciente en casa de doña Mari. Ella es otra de las pocas guardianas de una lengua invisible -o invisibilizada, mejor dicho- llena de saberes y conocimientos que es el matlatzinca, sumida en las labores que exigen un día tan importante para una madre cuando uno de sus hijos será uno de los protagonistas, que entregará su cargo de mbexoque a otro joven. Un relevo que no es tan sencillo si se refiere a lengua materna, esa que solo los tatas y las nanas conocen y guardan y tan difícil resulta entregar a los jóvenes. Por ello, los mayores son los que se encargan de realizar la oración más importante y pieza clave sobre la que gira el cambio de mayordomías en la comunidad: la choyatá. Sabedores de sus raíces físicas y espirituales, solamente en lengua matlatzinca puede y debe hacerse la conversación, remitiendo a los ancestros y cosmovisión propia del pueblo. Una petición de respeto, orgullo y admiración conjunta que comienza a deteriorarse con el lento caminar del tiempo, convertido ahora en enemigo incansable.

Después de haber realizado esta choyatá en todas las casas correspondiente a los nuevos y antiguos mayordomos, se realiza el cambio real, el físico, pues el espiritual ya lo habrán realizado los mayores. Algo que alcanzará su momento de esplendor, y color, máximo por la noche en la coronación bajo el canto de las campanas de la iglesia. Adornados con decenas de flores de cempasúchil hiladas entre si mostrarán ese camino que también conducen a los muertos a la vida, hoy iluminan a los representantes del municipio, sus brazos y piernas para el año entrante. Se convertirán en nuevos seres coronados en colores naranjas vivos, como la propia lengua vive en el día de hoy. El grito de “¡viva el nuevo!” retumba en el valle para honrar y bendecir el trabajo futuro, pero también para impulsar una lengua que se resiste a apagarse. Al igual que tampoco finaliza aquí la velada, pues todavía queda la labor de rendir tributo a las casas de la comunidad por las que la nueva autoridad espiritual ha de pasar para recitar la choyatá con todos los invitados, continuar la coronación e intercambiar tamales y bebida con sus allegados, eso que nanas como doña Mari han estado elaborando durante días con la familia en el resguardo de los hogares., ellas son protagonistas principales también en unas fechas que requiere de la participación de todos y todas. Cada visita a los hogares supone adentrarse en el corazón y alma del pueblo matlatzinca, observar y absorber saberes propios de los que disfrutar en silencioso respeto. Palabras intangibles sobrevuelan el ambiente y se entrecruzan con las coronas de flores en una escena cargada de un misticismo que parece carecer el presente.

Ceremonia de coronación de mayordomos

Fotografía de Joseba Urruty

La noche camina al tiempo que apuramos el último trago del sexto o cuarto tequila. Afuera, al calor del fuego, un grupo de sombras que ahora ya son amigas acompañan el final de la velada entre risas y algún torpe amago de baile. Ni siquiera el denso humo de las brasas es capaz de cubrir las estrellas de un cielo superlativo, completamente limpio e, incluso, imponente. Resulta imposible no descansar la vista contemplándolo. Tan solo la oferta de un último vaso más de licor altera los pensamientos de uno. Negarlo no es una opción. Los ojos se vuelven pesados después de un día sin final que por fin termina mientras el frio que aviva las brasas sigue cubriéndolo todo. El vaho que producen nuestros calentados cuerpos son síntoma de las altas horas de la madrugada en las que estamos, perdidos entre nuevos amigos matlatzincas a las faldas del Nevado de Toluca. Las ascuas danzan alrededor de nuestros cuerpos helados, mariposas ardientes, pequeños puntos de luz en lo profundo del valle de Temascaltepec.

El último día comienza como finalizó el anterior, en casa del fiscal. Una gran comida popular aguarda a toda la comunidad en el hogar de la máxima autoridad comunal, recién coronado en la iglesia entre los honores que su cargo requiere. Una estrambótica orquesta sacada de otro tiempo conduce a todos los comensales entre trompetas y cohetes al aire, tan solo silenciada por la choyatá que da inicio -y final- a la comida. Entre saludos y bendiciones de los mayores, los jóvenes aguardan y observan prestando atención para aprender algo que los colegios hace tiempo que olvidaron enseñar y, aunque por sus bocas siga saliendo la palabra mariposa, sus corazones seguirán gritando xihmhüwi sin ni siquiera saberlo, en un eco constante que retumbará en ese pequeño bosque interior que todos poseemos, aleteando en una forma de entender la vida, el tiempo o los sentimientos que solo una lengua propia es capaz de transmitir. Una metamorfosis necesaria y próxima que las generaciones están incubando, esperando a emerger y volar libre.

La sonrisa de doña Mari, mal endémico del lugar, nos encoje y achica al saber de la despedida. Un trozo de nuestras vidas aquí sembrado, sabedores de la suerte de haber podido ver, y sobre todo comprender, una ceremonia tan privada como lo es su lengua y sus hogares, nunca antes abiertos al foráneo. Uno se pregunta si ese tesoro que según los locales guarda en su interior la Peña Blanca, brillante color dorado que el sol de la tarde le otorga, no se encuentra a sus pies, en esos hogares que son refugios del idioma matlatzinca, esperando a brillar cada 29 de noviembre, pero ansiando hacerlo todos los días. El cuerpo viaja allá donde el alma ya ha estado anteriormente, por ello sabemos que como las golondrinas de Becker volveremos, pero será convertidas en xihmhüwi.

Los prisioneros enmudecidos de Chiapas

Los prisioneros enmudecidos de Chiapas

FUERA DE RUTA
Los prisioneros enmudecidos de Chiapas

 

Ignacio Espinoza 

 

 

Los obligaron a firmar un papel en blanco, acta de condena que los relegó a la cárcel. Ahí conocieron las torturas y los días sin ver a los familiares. Del sufrimiento sacaron una voz, con lápiz y papel denunciaron los abusos físicos y psicológicos que padecieron por ser de una etnia diferente. Los custodios no les permitieron hablar en la lengua materna y los baches de un sistema judicial les quitó la libertad, pero no la identidad.

 

La velocidad del auto hizo que las llantas resbalaran. Juan Collazo reconoció aquel sonido del frenazo y pensó que chocaron el vehículo de su primo Pedro Jiménez. Éste salió de la casa a ver que pasó, pero no volvió. Juan escuchó un nuevo ruido y repitió la misma acción. La escena siguiente obedece a un puzzle incompleto donde las pocas piezas que recuerda son una voz que le dijo: “manos arriba” seguido de una golpiza que le hizo perder la memoria.

Domingo por la mañana en San Cristóbal de las Casas. Juan Collazo maneja un automóvil que se aleja de la ciudad mientras el sol le da un respiro a los coletazos del frío que han conquistado diciembre. Se detiene a un costado de la carretera y en un puesto de comida compra un pollo asado, acelgas y tortillas. Luego retoma el viaje donde la parada final es el Centro de Readaptación Social Nº5  –Cereso– del Estado de Chiapas. Entrega sus documentos de identidad y entra. Los guardias lo saludan cordialmente y le abren rápidamente las rejas hasta que llega a un gran patio donde cuelgan hamacas con carteras hechas manualmente.

Juan Collazo es la celebridad, algunos reos lo reconocen y le estrechan la mano, él responde afectuosamente y sigue su trayecto que termina en un rincón donde hay una mesa de madera. En la pared se leen rayados que dicen “Anarquía, salud y reivindicación social”, junto a estampados del Subcomandante Marcos, Ernesto “Che” Guevara y Emiliano Zapata. En el lugar, también conocido  campamento, hay una larga banca y sillas rojas con el logo de Coca-Cola en el respaldo. Ahí lo esperan Adrián Gómez Jiménez, Diego López Méndez y Esteban quien viste una camisa roja, pelo corto al ras y una cicatriz sobre el labio. Juan Collazo saluda a los tres y se sienta en la cabecera del mueble firmemente: “Aquí hicimos historia, invitamos a mucha gente para que luchara”, recuerda.

 

Juan Collazo fue enjuiciado, condenado y torturado en la cárcel.

Fuente via Solidaridadchiapas.wordpress.com 

Tras perder la consciencia no recuerda como llegó a la fiscalía. La seguidilla de golpes que le dieron en el cuerpo terminaron por ayudarlo, al final cada embate lo sintió como una palmada y dos días después del arresto, al verse el cuerpo lleno de moretones, se hizo la primera pregunta ¿qué me ha sucedido?. Lo llevaron al ministerio público para declarar, pero en ese entonces la lengua española era una desconocía, no pudo descifrar lo que le dijeron, las respuestas solo se limitaron a asentimientos con la cabeza como consecuencia de las palizas sufridas. “Firmamos unos documentos y ni sabíamos el contenido de eso”, recuerda.

El motivo de la condena fue el rapto de una mujer, pero Juan Collazo prefiere culpar al amor por la injusticia cometida. Él tenía una amiga, con el tiempo la amistad creció y llegó el momento en que le dijo que le gustaba. La atracción era mutua, se hicieron novios y una noche de abril en que se celebró la Fiesta de San Cristóbal no volvieron a casa. “Decidimos vivir la vida juntos porque nos queríamos y sentíamos un amor intenso en nuestros corazones. Quedamos de visitar a sus papás y yo visitar a mi suegro  para pedirle perdón”, explica. Pero el plan no resultó, el padre de la muchacha puso cargos por secuestro.

El día de la detención estaba con su primo Pedro Jiménez porque ambos trabajaban en el comercio ambulante. “Había acabado de perder la elección de su pueblo. Quería ser presidente municipal de su pueblo y estaba bien corajudo, entonces al saber que su hija se había ido con mi primo se enojó mucho y acusaron a mi primo de secuestro”. Cuenta Pedro López. Recuerda que no entendían el castellano y por eso también las repercusiones fueron mayores.  “No saber hablar español es un delito para la gente indígena. Porque eso nos tocó vivir a nosotros, por tener una lengua somos más discriminados, hay más racimos, porque somos gente chaparra te humillan”, agrega.

Por estar junto a su primo, Pedro López también fue detenido. Cuando recuerda los episodios se apunta la frente y dice que quedó con una secuela en esa zona por las constantes golpizas que recibió. Hablante tzeltal también se queja porque, al momento de la defensa, recibió una traductora tzotzil, la lengua de su primo. “El tzotzil no conoce lo que es la lengua tzeltal, la cultura más que nada, los usos y costumbres,  en cada municipio son diferentes usos y costumbre y cultura”, afirma Pedro.

Juan Collazo define la cárcel como un pueblo, uno donde estuvo obligado a aprender  el español para sobrevivir. Hubo momentos en los que tuvo que hacer de médico y otros episodios donde debió estar en los juzgados y había que entender como fuese lo que decían de su caso. Pero también conoció otro lenguaje, el de señas. Dentro del penal estaba prohibido que los reos se comunicaran en la lengua materna. “Las autoridades cuando te ven se molestan, en aquel tiempo no podías juntarte con dos o tres personas, te malinterpretaban porque pensaban que se planeaba alguna fuga. No permitían hablar en la lengua, pero siempre se hablaba, así medio escondido y con miedo más que nada”, recuerda Pedro López.

Voz de los sin voz

El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (Frayba) fue creado en 1989 por el Obispo Samuel Ruíz. El centro se encarga de acoger las denuncias cometidas contra todo tipo de persona, sin distinción de religión, pueblo o género. Juan López es de origen tzotzil y trabaja en la organización donde atiende los casos. Cuenta que en el estado de Chiapas la mayoría de los hablantes de los pueblos originarios son de origen tzeltal o tzotzil. “Anular una lengua también es anular la agencia de los sujetos”, afirma. Ha estado en los procesos judiciales y ha visto como la labor de los intérpretes tampoco ayuda al ser un estado con mayor diversidad lingüística. “Las personas que entran a las cárceles tienen que estar hablando fundamentalmente en español a no ser que se encuentren tz¨tziles y tzeltales dentro del propio sistema, Pero el sistema no está preparado para atender a ese tipo de población sabiendo que existe”, dice.

 

 

«Las autoridades cuando te ven se molestan, en aquel tiempo no podías juntarte con dos o tres personas, te malinterpretaban porque pensaban que se planeaba alguna fuga. No permitían hablar en la lengua, pero siempre se hablaba, así medio escondido y con miedo más que nada».

Juan sostiene que la discriminación étnica no es reciente. El tema se remonta a la época colonial y persiste hasta la fecha. Cree que los avances han sido mínimos mientras que las expresiones racistas contra la lengua materna se mantienen presente. Un oscuro panorama corroborado por las denuncias de torturas y encarcelamiento por delitos no cometidos son los que llegan a la institución. Ahí también colaboran para que los miembros de los pueblos originarios se puedan organizar y conseguir aliados en la defensa de sus derechos, tanto humanos como territoriales.

Por el lado lingüístico la situación tampoco mejora, A pesar de que La Constitución mexicana reconoce los derechos de las comunidades indígenas, de que puedan hablar la lengua materna,  la discriminación en el sistema judicial, económico y cultural también está presente. “Que en este lugar podamos mirar a mujeres de pueblos originarios vestir sus vestimentas y hablar su lengua no quiere decir que hay una aceptación total de la presencia indígena en las zonas urbanas. El racismo, la discriminación es constante”, plantea.

 Aislamiento. Ese era el castigo que recibían si las autoridades escuchaban a un preso hablar en la lengua materna y no entendían lo que decían. No ver a los familiares por 15 días complementaba la sanción. Juan no tuvo que infringir aquella norma, cuando cayó preso sus padres se enojaron con él porque creyeron que era culpable, pero también cree que no acudieron al penal para evitar las humillaciones que reciben las personas de un pueblo originario. “Para una señora indígena que un custodio le toque las axilas o el pecho a una es una humillación. Como es el reglamento de la cárcel se tienen que someter a esa revisión hasta incluso se sacan la faja, con la que se amarran las enaguas que tienen”, explica.

Recién un año y medio después los padres comenzaron a visitarlo, sin quedar exentos de los vejámenes que imponía el sistema judicial. La madre no hablaba español mientras que lo poco que dominaba su padre les bastaba para saber donde tomar el carro y llegar al penal. Pozol era el alimento que llevaba la mujer de Pedro a la cárcel. Aquella sopa de verduras tampoco pasó los filtros de gendarmería, para las autoridades aquello podía fermentarse y generar licor. “Ella sufrió bastante. Hasta ahorita habla más o menos,  pero en aquel tiempo cero español, pura lengua. Entonces cuando vas y si les hablas en lengua ellos no oyen, te ignoran. Eso es lo que se vivía dentro de la cárcel, tuvo mucho problema”, agrega Pedro.

 

En la cárcel Alberto Patishtán les enseñó a los presos sobre la dignidad y lucha política.

Fuente via Albertopatishtan.blogspot.mx

 

Nació la rabia. Los dos primos quisieron dejar atrás las humillaciones y comenzaron a denunciar los abusos. La forma, la lucha política. “Nos organizamos escribiendo para practicar y después, cuando aprendimos a escribir, les mandamos cartas a diferentes partes de la tierra, hicimos un blog para relatar nuestra historia y dar a conocer por qué estábamos presos”, relata Collazo. Condenado a 37 años de cárcel Pedro López estaba desmoralizado, pero fueron las letras y el nuevo conocimiento lo que le permitieron salir adelante. Aprendió a escribir en tzeltal y español además de terminar la educación primaria. Juan Collazo hizo lo mismo pero, cuando habla de ese camino, no olvida un nombre, el profesor Alberto Patishtán.

Condenado por un crimen que no cometió, en 2009 fue trasladado al Cereso de Juan a quien le entregó los primeros consejos antes de comenzar la lucha política. “’Estudia ‘Juanito’ busca a dios en primer lugar’, me decía. Estudiamos, recibimos el libro del primer año, lo que es el abecedario y así como fue como empezamos a caminar con él”, recuerda Collazo. Su círculo creció, las amistades entre presos también y las denuncias fueron las primeras que lograron saborear la libertad. La lucha que inició el profesor ,también de descendencia indígena, fue bautizada como Solidarios la voz del Amate “Nació por el grupo que trajo, él empezó a luchar. El lugar que estaba no era para él, ni es para nadie y no se hizo para nadie. Solidarizamos con él, lo acompañamos en su lucha. Escribiendo ateniendo su visita y todo, y así quedó el nombre”.

Pedro también se unió a la lucha. La defensa de la cultura y su costumbres fueron la bandera ante un sistema judicial que tenía otro aliado. “Hay gente que está al lado de las autoridades penitenciarias, todo lo que escuchan van y se lo dicen al director. Allí empieza la represalia, yo fui amenazado muchas veces. Qué miedo iba a tener si ya estoy preso, me decía”, cuenta. Juan Collazo pagó el costo de su decisión. Fue trasladado al penal de Motlozinca donde las torturas físicas superaron a las psicológicas. Lo encerraron en un cuarto donde solo podían estar dos personas, el mismo número de salidas que tenía por día , una para comer y otra para cenar, todo con un margen de diez minutos, sin cubiertos y con las manos atrás. “Comíamos como perros, habíamos perdido todos los privilegios del penal”, recuerda sobre aquel lugar que lo motivó a continuar con su propósito. Construyó una pequeña iglesia y el director del penal perdió su puesto por las denuncias que interpuso el nuevo huésped. “Después de los cuatro días salió porque igual lo denuncié, llegó gente a  investigar que había en ese penal”. Cada sufrimiento lo tomó como un aprendizaje que le permitió visibilizar las violaciones a los derechos humanos que se cometían. Denuncias que no solo llegaron a través del papel y el lápiz. Durante 30 días permaneció sin comer como medio de protesta para pedir mejor alimentación y las visitas, que llegaban desde lejos, pudieran quedarse más de una semana en la cárcel. Aquello demandó una preparación mental de un años y un análisis de las consecuencias a futuro, Juan sorteó aquel examen al costo de una gastritis que hoy lo limita de saborear las comidas con picante.

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«Hay gente que está al lado de las autoridades penitenciarias, todo lo que escuchan van y se lo dicen al director. Allí empieza la represalia, yo fui amenazado muchas veces «.

Juan y Pedro ingresaron al penal en 2007 acusados de un secuestro. Entraron como presos analfabetos y con el tiempo el adjetivo cambió al de políticos. Las repercusiones de su caso crecieron, sitios web y emisoras radiales, que apoyaban la causa Zapatista, también denunciaron los vejámenes sufridos al interior del penal. La bola de nieve creció y no pudo ser frenada.

Aquel episodio, de vivir haber sido condenados injustamente, terminó el 4 de julio de 2013, luego de haber pasado seis años y 54 días los primos de etnia indígena quedaron en libertad. “Cuando salí cambié de mentalidad, no había rencor ni odio, la lucha me liberó total. Me puse feliz de ver a mi familia y a la gente con quienes luchamos”, confiesa Pedro quien continuó la lucha de otra forma: ingresó a la universidad para estudiar leyes. Quiere recibirse de abogado para defender a la gente arrestada injustamente: “Hay muchos indígenas indígena que no puede pagar un abogado: Mi objetivo es estudiar y defender a la gente pobre de mi raza o no y es decirles que si no hablan español poderles traducir conforme es”.

Los tres convictos escuchan atentamente las palabras de Juan Collazo. “Ustedes ya no son cualquier persona. Son promotores de derechos humanos. Serlo es como despertar de un sueño”, les dice, aunque para los oyentes la labor corresponde más al escape de una pesadilla. Diego, Esteban y Gabriel también fueron torturados y confesaron delitos que no cometieron. Su estadía en el Cereso Nº5 es reciente y reconocen que durante el último tiempo la situación en el penal está más tranquila. “Cuando el mundo está más en silencio el peligro está más próximo”, les corrige Juan Collazo. Antes de abandonar el penal Juan se despide de los presos y saluda a la gente que se encuentra camino a la salida. La puerta de entrada al recinto se cierra. Camina hacia el auto, pero antes se gira y mira la cárcel desde una loma para entregar la última reflexión sobre los años que le cambiaron la vida: “Al venir siento que me rejuvenezco y que sigo viviendo con ellos el dolor que sufrí”.

Wakaya: un viaje a través de las lenguas de Abya Yala

Wakaya: un viaje a través de las lenguas de Abya Yala

El viaje

Wakaya: un viaje a través de las lenguas de Abya Yala

Alejandra Gayol

 

 

Las palabras carecen de un significado estático. Pueden significar cosas diferentes dependiendo de su contexto, de la intención del hablante o de la percepción del oyente. Para el pueblo Kukama Kukamiria, en la Amazonía, la palabra Wakaya significa dar algo a cambio de otra cosa, un intercambio que puede ser inmaterial, basado en conocimientos o habilidades. Nuestro recorrido a través de quince países y más de veinticinco lenguas ha hecho que esta palabra, para nosotros, no solo signifique un intercambio de valores o de perspectivas. Hoy Wakaya es la mirada de los pueblos indígenas, la lucha, la lengua y la revolución. Un sentido específico enmarcado en cada una de las huellas que nos dejó el camino. Un estandarte que ha servido de motor en un viaje a través de las lenguas originarias del Abya Yala.

Wakaya es un molde de piedra y tierra. Una Sierra vertical, inquebrantable, firme y sola en el Estado de Chihuahua. Los pies curtidos por los caminos y las palabras vivas de la lengua rarámuri. Son las lágrimas de una cultura en forma de cascada. La figura de una mujer que mostró al mundo la desigualdad que se vive en el sistema penal mexicano, la discriminación lingüística que apresa al inocente para darle una disculpa al culpable. Es la voluntad de un grupo de jóvenes que, con un ojo en el futuro y sin quitar la vista del pasado, dan a conocer una cultura milenaria a través de un videojuego llamado “Mulaka”.

Wakaya es vivir un 29 de noviembre en San Francisco Oxtotilpan. Es colgar del cuello el naranja cálido de la flor de cempasúchil, y llenarse de tamales, arroz y pollo para recibir al nuevo mbexoque. Deslumbrarse con la peña blanca y recoger palma para las ofrendas del día de los muertos. Es caer en la desolación al descubrir que la lengua matlatzinca se pierde en las mochilas de los jóvenes que se mueven del pueblo a la Ciudad de México. Es mantener la esperanza trazando caminos entre topónimos y recuperar la fe en tu identidad.

El 29 de Noviembre se celebra el cambio de mayordomo en San Francisco Oxtotilpan, México, donde se corona al nuevo mbexoque.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es dividir el corazón en tres pedazos para conocer desde adentro la visión del pueblo totonaco. Es invocar al trueno de la ciudad del Tajín, hasta oírlo retumbar entre las pirámides que sobreviven erguidas en el Estado de Veracruz. Es temblar, como poseída, al conocer la situación de la educación mexicana en el pueblo de Papantla, el desinterés del profesorado hacia la lengua totonaca, las raíces arrancadas, los conocimientos perdidos. Es acelerar la esperanza entre rimas, y agitar las manos mientras sacudes la lengua con las canciones de Juan Sant, un rapero totonaco que rescata  su lengua al ritmo del hip hop.

Wakaya es cubrir el rostro con un pasamontañas, es dejar que sean los ojos quienes hablen entre la espesa niebla de Chiapas. Es la voz que narra la memoria de los presos indígenas mexicanos, de las torturas y las amenazas, de la incomprensión de una lengua extranjera que ahora asume el poder. Es representar en una realidad falseada la vida del hablante tzotzil, haciendo del arte escénico un método de supervivencia cultural, como lo hace el grupo de teatro Xch’ulel jlumaltik.

Wakaya es caminar hacia al mar de la costa caribeña de Guatemala para abrazar la cultura garífuna. Es apretar un pañuelo amarillo en tu frente y dejar que África te llame. Es vivir tu cultura a través de la música, nutrida de tambores y palmadas. Es clavar la atención en los nuevos ritmos que solo conocen la lengua española, para después despojarse del imperialismo cultural entre las cuerdas de una guitarra que llora al son de la parranda.

Para el pueblo garífuna la música es una de las principales herramientas para transmitir su lengua.

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es hacerse agua salada de sudar esfuerzo. Ofrecer a la tierra la oportunidad de ser volcán y crear un lugar único, donde varias lenguas se despliegan para formar un anillo que enmarca el Lago Atitlán. Es adoptar el carácter maya codificado en los tejidos que abriga el cuerpo de las mujeres, es la actividad lingüística del tz’utujil que incendia las calles como hogueras matutinas. Es enfrentarse a un turismo cada vez más frecuente en el oeste de Guatemala. Es aplacar la fuerza arrolladora de la lengua inglesa, depredadora de culturas, y que cada vez gana más espacio. Es cada una de las manos que voluntariamente construyeron, en el pueblo de San Juan de la Laguna, una biblioteca donde la lengua tz´utujil pueda tener su propio espacio.

Wakaya es ver florecer la lengua náhuat en las letras cantadas por un coro de abuelas en El Salvador. Es conocer el abandono más explicito por parte del Gobierno hacia las culturas originarias. Es padecer en primera persona la política del miedo, donde hablar tu lengua se paga con la marginación y la vida. Es el amor incondicional del Proyecto Tzunhejekat hacia los hablantes de la lengua náhuat, es la firme creencia en que estos son los principales tesoros a los que custodiar.

Wakaya es una zona alejada de la Costa Atlántica de Nicaragua. Es conocer a un reino sin trono traicionado por todos. La historia frívola de los intereses de los poderosos, la realidad de una iglesia poco escrupulosa. Es la tradición oral que se ve aplastada por la literatura escrita, que reemplaza su historia, que despista el camino del pueblo miskitu. Es el grito de la desesperación en una radio que arde de injusticia, pero que trabaja por hacer llegar su lengua y su verdad a todos los hogares de Puerto Cabezas.

La lengua del pueblo miskitu aún sigue fuerte entre los más jóvenes, esto se debe principalmente a la presencia que el idioma tiene en las escuelas y en las familias.

Fotografía de  Alejandro González Amador

Wakaya es danzar entre seres enmascarados para mantener vivo el misticismo de los Kabru Rojc en Costa Rica. Es la embestida que provocó la herida de muerte al invasor cornudo. Es sacar las garras frente a un pavimento que trae con él un desarrollo atrasado, una carretera que atravesó el alma del pueblo Boruca. Un canal de imposiciones que llegan para sustituir su cosmovisión indígena.

Wakaya es la historia y el papel de la mujer indígena del pueblo Bribri de Costa Rica. Su visión del matriarcado, y el corazón atrapado entre las raíces de los árboles que siempre les han amparado. Es la víctima de una escolarización vacía de conocimientos indígenas, donde la aculturación es la protagonista, donde se adoctrinan niños en un régimen movido por los intereses de los otros. Es la primera universidad en territorio indígena desde una perspectiva inclusiva. Es la mujer que baña su cuerpo desnudo en un río para implorar a sus antepasados fuerza para continuar.

Wakaya es ser mujer e indígena en una sociedad machista y racista, muda porque tus palabras no tienen valor, enmudecidas porque tu lengua no tiene prestigio. Volver a resurgir en un país como Panamá, con su importante estilo occidentalizado, donde la cultura Ngäbe se adormece a la sombra del turismo de playa.

El juego de los diablitos recrea una lucha entre los indígenas boruca, seres enmascarados, y los conquistadores españoles, representados por un toro.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es una corona de plumas agitada, un bastón clavado en una tierra desprotegida. La impotencia del pueblo Naso del norte de Panamá frente a los intereses de las hidroeléctricas. Es un rey que ve sus palabras convertidas en cenizas pero que no cree en la resignación. Es un grupo de jóvenes que son fieles a su pasado, que protegen los conocimientos que guardan sus ancianos, donde creen que está la respuesta a la construcción de un mundo donde poder autogestionarse.

Wakaya es la mola de las mujeres kuna y su diseño excéntrico. Las aguas que parecen cristal delicado y que reflejan los colores de la bandera del pueblo Guna Yala. Es la supervivencia de los indígenas y su cosmovisión engullida por el asfalto, es sufrir el acoso por ser “indio” en Ciudad de Panamá. Es hacer cine para tu pueblo, romper los esquemas de un arte influenciado por la colonización.

Wakaya es un lugar sagrado de arena y viento donde descansan las almas de los wayuus muertos. Es el eterno desierto de la Guajira donde aún la lengua wayuunaiki cuenta con fuerza para romper el silencio. Es un pueblo dividido por políticas internacionales, por normas y leyes que lo someten y fragmentan. Es una escuela itinerante donde la cámara se convierte en un arma de defensa, en un disparo que proyecta la realidad del indígena de Colombia y Venezuela.

Ediana es una de las muchas jóvenes wayuu que han visto en el mundo audiovisual una oportunidad para contar la realidad de su pueblo.

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es cada uno de los sedimentos que forman el Valle del Cauca y una avalancha de traición hacia su propio pueblo. Es aprender que la naturaleza es el peor de los asesinos cuando se pone nerviosa. Es cada cuerpo que dejó inerte el peso de la tierra, las personas desplazadas, el daño y la transformación irreparable de una cultura. Es el resurgir, con la frente erguida, de los campesinos Nasa que cultivan en nidos la esperanza de los indígenas de Colombia. Es cada sonrisa de un niño que aprende jugando con la madre tierra.

Wakaya es el espíritu del guerrero shuar encapsulado en un cráneo reducido. Es una nueva guerra sin magia ni valores, sin orgullo ni espíritu. Es una nueva lucha, donde lo enemigos no se enfrentan por mantener su honor, sino por conseguir la riqueza que supone la explotación minera. Es la consecuencia de despojar a un pueblo de su tierra. Es la pluma de una tigresa que desgarra versos, es la poesía de la revolucionaria mujer shuar, guardiana de su cultura, guerrera por su lengua.

Wakaya es la densidad del verde en la Amazonía peruana. Es la humedad y la vida, las venas de agua dulce y sus afluentes. Es la descarnada ambición del hombre blanco y su carácter destructor, es el petróleo negro que hace sangrar a los ríos que son la fuente de vida de la comunidad Kukama Kukamiria. Es la discriminación que empuja hacia el abismo del autodesprecio. Es el eco de una radio que tiene como principal objetivo despertar el orgullo indígena.

Centro ceremonial donde se reúne la gente para revivir el ipx kweht, tradición del pueblo Nasa.

Fotografía de Ignacio Espinoza 

Wakaya es cada uno de los dedos que se enredan entre el tejido andino, cada una de las artesanas, cada uno de los colores, las historias dibujadas en cada estampado. Es el vientre desgarrado donde se cultivan las raíces que el genocida Fujimori volvió calaveras, esterilizaciones forzadas que sufrieron las mujeres quechuahablantes de Perú. Es un actor que busca democratizar el arte, transmitiendo la cosmovisión andina en obras de teatro representadas en la lengua quechua. Es despegar al ocio del lucro, es darle sentido al amor al arte.

Wakaya es cada uno de los alimentos que se nutren en el suelo de la Cordillera Andina. Es el secreto milenario del chuño, una papa casi inmortal que encierra la sabiduría ancestral que aún se impone en la cultura aymara. Es un gobierno declarado indígena que tiene amnesia en su lengua. Una Bolivia firme en el rescate cultural y que cojea en su punto de apoyo. Es llevar las lenguas originarias a los contextos actuales, es hacer de los memes un espacio donde se demuestra que la lengua aymara también tiene sentido del humor.

Wakaya es la naturaleza clánica del pueblo ayoreo. Su división representada por su insignia, la creencia de ser el único pueblo de la “gente verdadera”. Es el desplazamiento forzoso a las ciudades, la lucha por la deforestación, la imposición de una lengua, el desprestigio social. Es vivir una vida plena en su territorio para sobrevivir a gatas en la ciudad de Santa Cruz de Bolivia. Es la organización de un pueblo consciente de su suerte, un desafío continuo para erradicar la imagen de la prostitución y de la delincuencia que ensucia al pueblo ayoreo.

Pedro Ccahuana es un actor peruano que utiliza el arte para transmitir la cosmovisión andina a través de relatos como «El zorro y el cóndor».

Fotografía de Alejandro González Amador 

Wakaya es una mano que golpea el pecho y unos ojos desorbitados, unos dientes apretados que apenas dejan pasar el canto de los guerreros que representan el hoko. Es una isla acorralada por el océano, donde convergieron dos corrientes culturales llegadas de ambos lados de la tierra, la mixtura europea y polinesia en un pedazo de tierra custodiado por moáis. Es la invasión intermitente que padeció la cultura Rapa Nui, la explotación foránea, la incertidumbre de un pueblo mareado por las olas. Es la fuerza de la juventud, las ganas de rescatar su lengua, su tradición, su espíritu.

Wakaya es un brazo que extiende al cielo la bandera mapuche en nombre de la libertad, ondeando la prosperidad y la sabiduría. Es soportar que un estado violento y excluyente te ponga la etiqueta del terrorismo, es que una sociedad te mire como culpable y fanático cuando tú eres la víctima. Es un diario que se convierte en un espacio únicamente mapuche para romper con la hegemonía del español.

Wakaya es la sensación de una muerta cercana. Es el enfermo consciente de su destino, la debilidad sin frenos que no tiene cura. Es el último hablante de una lengua, es la carrera definitiva entre la caducidad de un cuerpo y de una cultura. Es la herencia de un pasado donde las lenguas eran cortadas por hablar el idioma de sus sentimientos. Es cada una de esas personas que pasan sus horas en un museo de la ciudad de Paraná, en Argentina, con la única intención de grabar en sus memorias la lengua chaná y no dejar morir su patrimonio cultural.

Blas Jaime es el último hablante de la lengua Chaná. Imparte clases en el museo Antonio Serrano de Paraná, Argentina.

Fotografía de Joseba Urruty

Wakaya es el sonido tirante de las cuerdas de un n’viqué que retumba a las puertas del Impenetrable del Chaco argentino, un violín hecho de lata, un instrumento patrimonio del pueblo Qom. Es la historia no contada por los supervivientes, es la perspectiva del extranjero que narra la versión que más conviene a sus intereses. Es el cansancio y el golpe firme sobre la mesa de una generación que llega para contar su propia historia.

Wakaya es la calma que proyecta la espontaneidad de una aldea monolingüe indígena del departamento de Luque, en Paraguay. Es el paso de las horas, las tareas cotidianas, el trabajo comunitario del pueblo Mbya guaraní. Sus danzas y el sonido de sus instrumentos. Es la importancia de una oficialidad real, es el momento de desenmascarar a las políticas lingüísticas, es reconocer el poder del pueblo, que la lengua de las calles se palpe. Es caminar hacia un estado bilingüe, donde la lengua vernácula reste espacio al impositivo idioma español. Es utilizar el magnetismo y pasión que mueve el fútbol para ayudar a la integración social y a la preservación de una lengua.

Wakaya es la tinta que tiñe con curvas negras las pieles oscuras del indígena Pataxó de Brasil. Es el espíritu guerrero que asoma en cada pluma, es el arte que imita a la naturaleza. Es un pueblo que busca una tierra donde desarrollar su cultura, un espacio en la costa de un país que ha vendido sus playas al turismo. Es una aldea donde los niños y ancianos pueden ser libres en su entorno, transmitir su cosmovisión y revivir la lengua que las migraciones fueron perdiendo en su camino. Es la resistencia que dilata las venas de un viejo continente indígena. Es cada uno de los quinientos años de lucha, cada hablante asesinado, cada lengua perdida.

Un waiwai perdido en Rio de Janeiro

Un waiwai perdido en Rio de Janeiro

EL VIAJE
Un waiwai perdido en Rio de Janeiro
Ignacio Espinoza 

 

Abandonó su aldea hace diez años. Deambuló por diferentes lugares hasta llegar a Rio de Janeiro. Ahí encontró la Aldea Maracaná, lugar donde se conecta con la espiritualidad y habla su lengua materna. En la ciudad Kaiah puede desenvolverse en inglés, español y portugués, pero para él lo más importante es el waiwai, la principal forma de resistir para que la cultura de su gente no muera.
Rio de Janeiro es carnaval, playa, rock y fútbol. De acuerdo a datos entregados por la Asociación Brasileña de la Industria Hotelera, hoy la ciudad es la más turística de Brasil y el turismo se duplicó en los últimos nueve años. Pero entre toda vorágine y ritmo carioca también hay silencios. Un joven los usa para hablar y marcar el tiempo de las ideas sentado afuera de la estación Largo do Machado, entre el ruido de adolescentes que pasan con parlantes con música anglosajona y la gente que marcha rauda para llegar a su destino. Kaiah Waiwai tiene el pelo largo sujetado con una coleta y  un rapado en los lados. Viste pantalón corto y una camiseta deportiva. Al hablar lo hace con lentitud, no quiere ocultar nada de lo que piensa y también porque es un trabajo adicional hilvanar las oraciones en español, una de las tantas lenguas que domina junto al portugués, inglés, holandés y francés.

–Para mí no cambia porque no es mi lengua y no hace mucha diferencia. Siempre voy a preferir mi lengua, pero acá nadie te entiende. –dice.

Hace diez años años abandonó su hogar. No fue la primera vez. Con 14 años se fue al pueblo de su papá tawana –guerrero en waiwai­–, donde aprendió una mixtura de idiomas que acompañaron su lengua materna. Donde vivía habían unas siete mil personas donde pululaba el inglés o francés por la cercanía del lugar con la Guayana Francesa. Aquellos idiomas fueron más habituales que el portugués que impera en territorio brasileño. En Rio de Janeiro vive hace ocho meses con sus dos hijas, una solo habla su lengua mientras que la menor también practica la de la madre. Con los familiares la situación es similar, Kaiah toma el teléfono y habla en waiwai. Y confiesa que su mamá no entiende si la conversación es en portugués. Incluso cuando va a un bar y, producto de las cervezas que se toma, fluye más su lengua originaria, aunque nadie le entienda. “Es una forma de mantener nuestra cultura firme y fuerte y resistir contra el sistema que quiere matarnos”, explica sobre una batalla que comenzó desde joven, que no ha sido solo lingüística y que le costó sangré, muerte y exilio.

 

«Si vuelvo a mi pueblo voy a matar. No puedo vivir mirando todo lo que pasa y quedarme sin hacer nada».
En 2015 junto a unos compañeros denunciaron a una compañía minera que amenazaba con destruir el terreno donde vivía. Pero el plan de resistencia se complicó. “Dos de mis compas murieron y los otros se tuvieron que ir. Se tornó muy peligroso en la época. Hoy creo que es mucho más tranquilo, pero a mi hermano de sangre lo mataron y yo no podía vivir allá. Me fui a caminar por el mundo, hasta que una vez al año vuelvo a mi pueblo a los rituales y para estar con mi mamá. Pero es muy difícil, la mineradora es muy fuerte”, confiesa. Su hogar está en el estado de Pará, para llegar debe adentrarse 12 horas y tres días en bote en la Amazonía.  La distancia es una barrera porque no hay un solo día en que Kaiah no piense en su familia, pero reconoce que aún no puede regresar.  “Si vuelvo a mi pueblo voy a matar. No puedo vivir mirando todo lo que pasa y quedarme sin hacer nada. Pero mi voluntad es que algunos años más adelante vuelva y empiece a hacer muchos trabajos”, dice.
En Rio de Janeiro Kaiah trabaja como futbolista en la división c del campeonato carioca .
Fotografía de Joseba Urruty
Para ayudar comenzó a jugar en un equipo de fútbol profesional que milita en la serie c de la liga carioca y parte de los ingresos los envía al pueblo. No tiene intenciones de proyectarse en el fútbol, el deporte solo lo ve como una forma de apoyar las causas que defiende: formó parte de una selección indígena de Brasil y hoy es dueño de la posición de marcador en punta. “Soy tan calmado que las personas piensan que cuando estoy jugando estoy desatento. Creo que el olfato de no impresionarme con las cosas ayuda, así creo que me ayuda a jugar mejor. No pensar en esto ni en nada”, sostiene. Pero también existe  otro lugar en la vida de Kaiah donde también encuentra paz: la Aldea Maracaná. El lugar es un recinto abandonado al lado del estadio Maracaná y que fue tomado por miembros de comunidades indígenas con el objetivo de denunciar la falta de políticas públicas relacionadas a las necesidades de los pueblos originarios, lengua, territorio y cultura.
«Nosotros empezamos a hacer bromas en nuestra lengua para mostrar los símbolos de la resistencia»
Pero antes del episodio de las denuncias Kaiah vivió un año en Rio de Janeiro, en 2012. No conoció mucho la ciudad porque todo el tiempo permaneció en la Aldea Maracaná. “Hay una universidad acá en Rio que hace muchos trabajos en mi pueblo y yo hacía la traducción de portugués para mi lengua. Cuando estaba en Rio, una amiga me invitó a ir a la aldea. Fui y empezamos la resistencia”. Producto de los Juegos Panamericanos de 2013, El Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos, las autoridades desalojaron a los ocupantes, pero ellos siempre regresaron  para continuar la toma. Para Kaiah el sitio es un imprescindible en su quehacer cotidiano. Vive a unas doce calles y va todos los días a compartir con la gente que acude al terreno. “Es un lugar que puedo hacer mi espiritualidad de mi pueblo muy tranquilo y puedo olvidarme de todo de la ciudad y hablar con los espíritus de la tierra de la pachamama”, sostiene.
Kaiah vivió un año en la Aldea Maracaná, ahí él se conecta con los espíritus de su tierra.
Fotografía de Joseba Urruty
En la aldea puede cantar en su lengua materna, una forma que lo hace sentir vivo y que también le da más fuerzas para combatir contra los sistemas capitales que amenazan con destruir su vida. “Una broma que hacemos, que incomoda al blanco, es que cuando hablamos en nuestra lengua lo empezamos a hacer muy serio. Piensan que estamos jugando como broma y acaba que nosotros empezamos a hacer bromas en nuestra lengua para mostrar los símbolos de la resistencia”, dice. La lucha de la aldea pasó a ser un enclave de la causa indígena en la ciudad de Rio de Janeiro y despertó el interés de los extranjeros que llegan al lugar para convivir con la gente que apoya la toma.
«Perder la lengua es el primer paso para perder la cultura, perder la cultura es perder la lucha, entonces la lengua es lo más importante de todo»
Cuando hay extranjeros a Kaiah le gusta conversar con la gente para conocer sobre sus respectivas culturas, sobre todo si son de países con población indígena. Lo toma como un entrenamiento, una forma para preparar el regreso a su tierra y continuar la pelea que dejó inconclusa, pero sabe que  todavía no es el momento del contraataque. “Cuando el indígena está fuera de su tierra en mi caso es como si no lo estuviera. Porque existe una ligazón que no se pierde, nunca se pierde”, afirma sin desconocer el peligro que viene generado por el hombre blanco que quiere destruir los pilares en la vida de Kaiah, la amenaza constante de las mineras en el territorio y la muerte de la cultura. “La resistencia empieza con la cultura. Perder la lengua es el primer paso para perder la cultura, perder la cultura es perder la lucha, entonces la lengua es lo más importante de todo. Cantamos las canciones en nuestra lengua, si hablamos de mi pueblo con otras personas, hablamos en nuestra lengua. Es una forma de sentirte más fuerte”, sostiene.

La tarde avanza y el tiempo que dispone Kaiah se acaba, el la hora de su entrenamiento de fútbol se aproxima y no puede llegar tarde. Pero antes de marcharse se para de la banca, mira la cámara nervioso y posa para una foto, luego  los nerviosismo desaparecen y sin titubear entrega la última reflexión antes de despedirse: “Si no nos hacemos fuertes no estaremos vivos, la religión entra en los pueblos y empieza a destruir todo. Los grandes plantadores empiezan a destruir todo. Estamos bien jodidos”.

Luchar por el territorio de Banumil a Wallmapu

Luchar por el territorio de Banumil a Wallmapu

EL VIAJE
Luchar por el territorio de Banumil a Wallmapu
Idoia Olaizola

Banumil significa tierra en lengua tzotzil. Este pueblo habita en el estado de Chiapas, al sur de México. Es una de las zonas más ricas en agua del país y fue el lugar en el que la compañía Coca-Cola decidió instalarse en 1994 para tomar sus recursos y así abaratar su producción. Tras más de 20 años de “convivencia”, la mayor parte de los chiapanecos ha visto cómo sus pozos se han secado, y cómo la empresa ha vuelto adicta a casi todos sus habitantes, invadiendo tanto el espacio físico, con multitud de puestos de venta de la bebida en todo el estado, como el espacio espiritual, pasando a formar parte de su día a día y de sus ceremonias religiosas. En el otro polo de Abya Yala, en la Patagonia argentina, el matrimonio mapuche Nahuelquir-Curiñanco decidió volver a ocupar las tierras de sus antepasados, que la empresa italiana Benetton compró de forma aparentemente fraudulenta. Tras años de lucha no violenta, consiguieron ganar la pelea y recuperaron una parte de su mapu, o tierra. Sin embargo, fue solo una pequeña batalla, pues aún queda mucho por reconquistar.

La tierra es sagrada para los pueblos originarios. No entienden su propia existencia sin la existencia de su territorio. No es un ente extraño, ajeno; es su madre, forma parte de ellos y de su realidad. Por eso, la cuidan y la intentan librar de los invasores que se quieren apropiar de ella. Porque no se trata solo de perder una extensión de terreno, perder a su madre implica también perder su cultura, sus costumbres y su lengua. Las luchas por el territorio ancestral se suceden en todo Abya Yala. Los pueblos originarios se enfrentan a poderosos contrincantes encarnados en la piel de multinacionales, madereras, hidroeléctricas o empresas mineras. En ocasiones se acercan a los pueblos con bonitas palabras y falsas promesas, como el lobo del cuento que acechaba a los cerditos en su hogar. En otros casos, el lobo sopla con todas sus fuerzas e intenta arrebatar las tierras sin preguntar. Es una práctica común, de norte a sur del continente. En Guatemala los pueblos mayas batallan contra los cultivos extensivos de palma africana o caña de azúcar. En la película peruana Hija de la Laguna, Nélida denuncia el intento de una empresa minera de expulsar de su hogar a ella y a su familia, y la importancia que tiene para su comunidad el agua que les intentan robar. Pero son solo dos ejemplos de todas las luchas que se libran en el continente. Las batallas son largas y arduas, pero hay algunas que acaban siendo fructíferas, animando así al resto de contendientes a concluir su meta.

Las ovejas salen a pastar a diario en las casi un millón de hectáreas que tienen a su disposición en la Patagonia argentina. El clima es frío y árido, pero ellas se alimentan ajenas a las condiciones meteorológicas. Tampoco saben que su lana servirá para enriquecer a una de las mayores empresas italianas del mundo. Desconocen también, que pastan territorios que no pertenecen a sus dueños. La empresa Benetton adquirió de forma supuestamente fraudulenta las 900.000 hectáreas de terreno en la Patagonia Argentina que los mansos mamíferos transitan hoy en día en busca de alimento. Antes de que el estado argentino usurpara sus tierras ancestrales y luego las regalara a “La Compañía” a través de “La conquista del desierto”, una guerra de finales del siglo XIX llevada a cabo por los militares argentinos contra el pueblo indígena de la zona,  el terreno pertenecía a poblaciones originarias, principalmente al pueblo mapuche.

El matrimonio mapuche Nahuelquir-Curiñanco.
Fotografía de Mariana Eliano via El País
Pasados los años, Benetton compró estos terrenos a “La Compañía” y empezó a hacer uso de ellos. Once años después, en 2002, el matrimonio mapuche Nahuelquir-Curiñanco, decidió ocupar una pequeña parte, haciendo alusión a su propiedad ancestral “Mi padre nació justo donde hoy está el casco de la estancia de Benetton. Ahí se crió”, explica Atilio Curiñanco. Lucharon durante años contra el gigante italiano, pero de forma pacífica tal y como explica Rosa Rua Nahuelquir: “Aprendimos otras cosas de nuestros padres y abuelos. La resistencia pacífica, la sabiduría, el tesón. Hemos sufrido desalojos, perdimos todo lo que hicimos ya una vez, pero nos levantamos”. En 2004 tuvieron su primera victoria, el juez encargado del caso dictaminó que Benetton era dueña de los terrenos, pero el matrimonio no estaba usurpando sus tierras. Eso los animó a continuar. 10 años después, finalmente ganaron la batalla. El INAI los reconoció como dueños del área en disputa. Sin embargo, aún queda mucho territorio por reconquistar para que los mapuches recuperen el wallmapu en su totalidad.
Las luchas no son solo por el territorio físico. Las mentes también son invadidas y colonizadas, y esta invasión es más difícil de contrarrestar. La primera colonización tras la invasión española fue religiosa, y sigue presente, en la gran mayoría de las ocasiones, de forma sincrética. Pero la manera colonizar actual es a través de la publicidad y la televisión. Los medios de comunicación de masas nunca dan cabida a otros discursos, así que los pueblos se organizan para dar voz a sus pueblos. Es el caso del periódico Pürüm Yemay! mapuche que apuesta por una información completamente en mapuche, o el grupo de comunicadores Lanceros Digitales de Ecuador, cuyo objetivo es “transmitir la información de los pueblos y nacionalidades, organizaciones y movimientos sociales que no son difundidos en medios tradicionales, siendo una ventana para dar a conocer la realidad de las comunidades y vencer así el cerco mediático” tal y como explican en su grupo de Facebook. Sin embargo, en ocasiones la colonización es más discreta, se introduce en nosotros lentamente. No nos damos cuenta del cambio porque surge de forma paulatina. Eso ha sucedido al sur de México, en el estado de Chiapas.
Bosque de Los Altos cerca de Chenalhó
Fotografía de Idoia Olaizola
Los Altos de Chiapas es un lugar de ensueño. Altas montañas, bosques de coníferas y carreteras sinuosas hacen del lugar uno de los más visitados por los turistas. Conocer más acerca del movimiento zapatista atrae a muchos de ellos, pero su entorno y belleza natural cautiva a otros tantos. Sin embargo, más allá del verde del bosque, dos colores destacan en la zona: el blanco y el rojo. Las tiendas y anuncios de Coca-Cola son la tónica general en la zona. Incluso se adaptan a las lenguas indígenas de cada población. Y no en vano, quieren ganarse el apoyo de los habitantes del lugar.
En México más del 70% de la población tiene sobrepeso u obesidad y aproximadamente el 16% sufre diabetes

El mismo año en que el ejército zapatista se alzó en armas, la planta embotelladora de Coca-Cola abrió sus puertas en Chiapas. La zona es rica en agua y manantiales, y de ello se aprovechó la compañía para instalar, en 1994, su principal planta embotelladora. Desde entonces ha conseguido ventajosos contratos por el precio del agua, el expresidente Fox fue vicepresidente de la compañía en América Latina, y ha secado los pozos de miles de familias. Para evitar conflictos, echó mano del marketing. La Coca-Cola se vende un 35% más barata en zonas rurales que urbanas y ha irrumpido en la vida de los campesinos de manera radical. En ocasiones, algunos puestos venden la bebida azucarada más barata que el agua, a pesar de que para generar un litro de esta se necesiten tres de agua. Los mexicanos se han convertido en uno de los mayores consumidores de Coca-Cola del mundo, pero eso trae consecuencias nefastas para la sociedad: más del 70% de la población tiene sobrepeso u obesidad y aproximadamente el 16% sufre diabetes. La inclusión es tal, que hoy en día está presente en las ceremonias ancestrales de los pueblos originarios. Como explica el Doctor Gian Carlo Delgado en el documental “La Coca-Colización de México: “Hay estudios sobre la promoción de la Coca-Cola y cómo puede entrar la Coca-Cola rompiendo esquemas culturales”.

En día de muertos no hay altar que no esté coronado por una botella de la bebida, y en rituales y ceremonias se ofrece la bebida, cambiando las antiguas costumbres. Ni siquiera el movimiento anticapitalista de las Abejas de Acteal escapa de sus garras. Durante la celebración de la conmemoración de su masacre, los encargados del evento paseaban por las gradas ofreciendo a los asistentes vasitos llenos del refresco azucarado. Banumil, es la tierra para el pueblo tzotzil. Han luchado durante años porque su territorio, cultura y lengua, sobrevivieran. Sin embargo, sin ellos ser conscientes, Coca-Cola les está ganando la batalla, y es cuestión de tiempo y conciencia, que reviertan ese cambio, o el resultado será nefasto.

Aldeia Pataxó Iriri

Aldeia Pataxó Iriri

EL VIAJE

Aldeia Pataxó Iriri

Alejandra Gayol

 

 

Con la mirada perdida y el pelo rozando la gravilla del suelo, Mairi, hija del cacique de la aldea, tararea las canciones que cantan los guerreros pataxós desde hace años. Su cuerpo reposa en una vieja rueda, una goma cada vez mas dilatada por el calor que emana la hoguera que esta a su costado. Ella repite la melodía, una y otra vez, moviendo los labios sin pretender ser escuchada. Mairi, en un acto inconsciente, retrata los logros de una lucha que se inició hace dos años en una aldea de Rio de Janeiro.

 

Un alboroto despierta a los pocos vecinos que aún siguen durmiendo a las ocho de la mañana. La falta de electricidad en la aldea les permite seguir siendo fieles a la luz del sol. La madera cruje al son de pasos agitados, y un gallo pide a gritos salvar su vida. Las risas se mezclan con gritos de desesperación, el ave abre las alas, intenta mostrar que es demasiado grande para ser una presa. Sus patas son más veloces que nunca, o eso dan a entender los ojos atentos de cuatro jóvenes que luchan por darle caza. Hoy hay que comer, como cualquier otro día, así que la batalla solo puede tener un vencedor. Un rostro cubierto por un despeinado cabello negro azabache da el golpe de gracia. Agarra con sus largos brazos al animal y lo mete, con los ojos cerrados para protegerse de las plumas, en una casa de adobe. La abuela tiene los fogones preparados, no hay tiempo que perder si tienes que preparar el almuerzo para más de veinte personas.

Kaua, uno de los niños de la aldea, espera la hora de comer jugando con las pinturas

Fotografía de Joseba Urruty

El sol cae como si en los rayos portase plomo. Los niños juegan al futbol empapados en sudor. Su piel es del color de la avellana, curtida por el sol.  El portero ya está sentado, agotado, demasiadas horas en el terreno de juego. Se marca el último gol y, sin decir palabra, una marea de pies descalzos corren en la misma dirección. Se bañan entre saltos en la cachoeira, una cascada que se ha convertido en un reclamo para un turismo que, a cuenta gotas, se acerca de vez en cuando a la aldea. Estos visitantes son una oportunidad para generar ingresos con su artesanía, pero también pueden ser un peligro si no se miden los límites. “Ya tenemos dos años y cinco meses aquí en la aldea. Nosotros llegamos aquí, a un terreno donde se intentaba implantar un resort. Un lugar donde vivieron nuestros antepasados, los tupinambá, y el que fue uno de sus lugares sagrados. Ellos querían destruir toda la vegetación que nos rodea, pero al final estamos aquí, firmes y fuertes.” recuerda el cacique de la aldea alentando a algunos de los jóvenes.

“Nuestros antepasados pagaron hablar nuestra lengua con la vida, quien no hablaba portugués no sobrevivía. Mi madre, mi abuela, fueron obligadas a hablar portugués. Nosotros intentamos rescatar nuestra lengua. Rescatar a nuestro pueblo de ser esclavo.”

Papas, tomate, yuca, arroz. La comida ya pasa por la cabeza de todos, pero sobre todo por los estómagos de algunos. El abuelo lleva una camiseta de algodón blanco. Se sienta en el sofá que apunta a la entrada. La comida se le pone en las manos, ha pasado la mañana vigilando unos de los locales donde exponen su artesanía. Observa como pasan todos hasta la cocina, sus vecinos también son su familia. “Nuestra aldea, en el sur de Bahía, ha sido un territorio con muchos conflictos. Mi madre es descendiente tupinambá, por eso llevamos el nombre de Pataxó Hahahae, un pueblo que surge de la combinación del pueblo pataxó y el pueblo tupinambá. Una mezcla de dos pueblos indígenas” rememora el cacique que se apoya en una de las paredes de la casa. “La razón de estar aquí hoy, en la aldea Iriri, es por mucho conflicto. Invadieron nuestras tierras, mataron a muchos de nuestros líderes en Bahía. El último líder fue quemado vivo en Brasilia. Por eso aquí hoy, en la aldea, nuestros niños no están sufriendo lo que nuestros mayores sufrieron. Aquí hay salud, tenemos donde hacer que nuestra cultura viva. Tenemos cada vez mas orgullo de ser lo que somos.” dice con tono de alivio el cacique.

Hangui Pataxó lleva cinco años siendo el cacique de la aldea.

Fotografía de Ignacio Espinosa

Se retiran todos poco a poco.  Los mayores se unen a los mas jóvenes, hay costumbres que no se pueden perder, como el de la diversión combinada con el deporte. Los niños y jóvenes agarran su balón de futbol, uno de los más ancianos, su arco.  Lleva desde pequeño el arte de las flechas como estandarte. Su padre le enseñó a cazar y a ser un diestro arquero desde la infancia. En la playa de Iriri los deportes ancestrales y los modernos no están reñidos. Baño en el mar y vuelta al hogar. El ambiente esta animado, hay visita de parientes que llegan desde Bahía a la aldea. Las pinturas dibujan las pieles resecas del salitre. El color carmín del urucum cubre los rostros que ahora parecen incendiados. La tinta se convierte en un rio de significados, códigos milenarios, un lenguaje que empapa los poros para dar paso a la comunicación. Líneas que resbalan en rostros, brazos, piernas o pechos. En la Amazonia, los brazos más ágiles trepan arboles de hasta veinte metros para obtener el jugo de los frutos del jenipapo, una tinta de azul oscuro intenso que se derrama en las pieles indígenas. Las muchachas y muchachos solteras y solteros apuestan por dibujos y colores llamativos, una estrategia para llamar la atención de aquellos a los que pretenden conquistar. Azul, negro, amarillo, verde. Un abanico de colores encima de sus cabezas. El cocar deja mudos a los foráneos, el exotismo hecho tocado, el indigenismo estereotipado en su máxima esencia, pero una realidad espiritual para el pensamiento actual de los pueblos indígenas.

Tapurúma es maestro en el arco y las flechas

Fotografía de Ignacio Espinoza

Familia de la aldeia vestida con la ropa tradicional.

Fotografía de Ignacio Espinoza

Las pinturas son un medio importante de comunicación para la comunidad.

Fotografía de Joseba Urruty

Y cae la noche, cerrada y ciega. Más intensa que en cualquier otro lugar que rodea la aldea. La luz de la luna y de las velas genera el ambiente. El sonido de palos retumbando en el suelo se lleva escuchando unos cuantos minutos, se amontonan en el suelo, sin conocer el fatídico destino que les espera, donde se consumirán abrasados. Un seseo pone la piel de gallina. Las maracas retumban rompiendo el silencio, imitando el sonido de las serpientes. Golpes de voz sincronizados con los golpes de los pies insonorizados por la tierra. Comienza la danza a un costado del fuego. Las llamas, naranjas y amarillas, dibujan sombran bailarinas. El cabeza de la fila da un grito como disparo de salida, avanzan. Las figuras que dibujan se retuercen como el cuerpo de una cobra, sin llegar nunca a cruzarse. Rompe el aire, proyectando magia, las palabras que conforman los cantos de guerra. La lengua patxoha resurge en los labios, en los oídos, abriendo y cicatrizando al mismo tiempo las heridas. Una lengua que, cuando toma la figura de canción, no reconoce la edad de las personas, contagiando a niños y a ancianos. Un ritmo armonioso, compaginado. Nadie se mira, nadie se ríe. Las gargantas no se irritan porque están acostumbradas. Las rodillas no se cansan porque están anestesiadas.

Acaba el baile y se forma un circulo perfecto. “El indígena no quiere traer lucro, eso es lo que no le gustan a los empresarios, porque nosotros lo que queremos es preservar. Esta es la razón por la que solo contamos con pocos apoyos, porque no hay lucro tras lo que nosotros solicitamos. Cuando pedimos ayudas a las autoridades, dicen que nosotros no somos de Rio de Janeiro, que los Pataxó somos de Bahía, pero eso es algo nuevo, nosotros somos los primeros habitantes de esta tierra, esas limitaciones no existían para nosotros.” irrumpe el cacique para abrir el discurso. “Cuando nos mudamos de Bahia para Rio de Janeiro, nos vimos obligados a vivir mucho tiempo en las ciudades, eso hizo perder mucha fuerza a nuestra lengua. Ahora intentamos dejar la huella de la lengua en nuestros hijos, pero algunos proyectos, como por ejemplo montar una escuela, es una tarea difícil. Es muy complicado, pero para eso conquistamos este lugar, para eso creamos la aldea, para trasmitir nuestra cultura, para desarrollarla, y los niños los están aceptando muy bien, ellos saben lo que son y no lo rechazan.” continua su discurso mirando a los ojos de todos los oyentes.

Una de las herramientas principales para transmitir la lengua a los mas jóvenes son las canciones.

Fotografía de Joseba Urruty

“El gobierno tiene miedo a que existamos, a que exista nuestra lengua, a que estemos en un congreso o tratando algún tema y hablemos en una lengua que ellos no puedan entender. Llevamos resistiendo muchos años, hemos sido el primer pueblo que ha tenido el contacto con los portugueses, y seguimos resistiendo. Siguen intentando desmontarnos, pero aquí estamos, para que entiendan que siempre seguiremos luchando. Para nosotros es muy importante la riqueza de ser indígena” avanzan las palabras del líder que preside el circulo. “Es muy importante mantener nuestro territorio para desarrollar nuestra lengua, nuestra cultura. A partir del momento en que vivimos en las ciudades todo sale fuera del panorama indígena. Para hacer tu comida, por ejemplo, tienes que comprarla en un supermercado. Para la gente de la ciudad el entorno no es tan importante, para nosotros lo es todo, es nuestra vida, es respirar mas puro. Nuestra salud depende de un territorio, nosotros no sabemos realmente sobrevivir en una ciudad. No si seguimos nuestros principios. Un indígena precisa de tierra para desarrollar su manera de entender la vida. Necesitamos el fuego en una hoguera, el agua. Todo está ligado a la tierra, sin ella no podemos dar continuidad a nuestra lengua.” espera, con una pausa silenciosa, la reacción de sus camaradas. “Nosotros estamos obligados a hablar en portugués, para hablar con el hombre blanco, que es quien tiene el poder. Para exigir nuestros derechos tenemos, forzosamente, que aprender la lengua dominante, ellos jamás van a intentar aprender nuestra lengua. Ellos llegaron a destruir nuestra tierra, nuestro país, pero nuestros guerreros antiguos pudieron resistir. Nuestros antepasados pagaron con su vida el poder hablar nuestra lengua, la muerte era el precio, quien no hablaba portugués no sobrevivía. Mi madre, mi abuela, fueron obligadas a hablar portugués. Nosotros intentamos rescatar nuestra lengua. Rescatar a nuestro pueblo de ser esclavo.” concluye. Durante unos segundos largos, la impaciencia se apodera de algunas gargantas y piernas. Quieren gritar de impotencia, quieren volver a repetir cada una de las palabras que ha expresado su líder, pero el silencio siempre ha sido una buena manera de decir las cosas. La hoguera, ahora, solo es brasa incandescente. El aire se tiñe de gris, pero no lo suficiente para hacer desaparecer a los presentes. El humo denso de las hogueras los envuelve, intentando invisibilizarlos, como si fuera una metáfora del enemigo al que se enfrentan. Pero allí, a solo medio metro, Mairi sigue pérdida en su canción, tarareándole al cielo mientras toca la tierra, desnudando el alma en cada palabra de la lengua patxohá, enviando aliento a la esperanza.