EL VIAJE

Abejas tzotziles por la resistencia y la dignidad

Idoia Olaizola

 

 

Papá nunca nos ha gritado, es un hombre cálido y tranquilo. Debe estar realmente desesperado. “¡Corre, huye de aquí!”, en sus ojos se aprecia el miedo. Pero mamá está herida, mis hermanas lloran, ¿cómo voy a irme? El señor armado ha dejado de disparar. Mi padre grita por última vez, sus ojos me ruegan obediencia. Corro junto a mi hermano fuera de la iglesia. No esperábamos que dispararan, nuestro conflicto es ajeno a zapatistas y priístas. Somos pacifistas. ¿Por qué? Agazapados, temblando de miedo, vemos cómo asesinan a familiares y amigos. Se ensañan con los cuerpos. Extraen a los nonatos de la tripa de sus madres. Cortan pechos, amputan brazos y piernas. Los pocos que sobreviven, lo hacen porque quedan sepultados bajo los cadáveres de sus seres queridos. El 22 de diciembre de 1997 un grupo de paramilitares por orden del gobierno asesinó a 45 personas entre los que se encontraban mi padre, el diácono de la iglesia, mi madre, cinco hermanas y otros tantos familiares. Mi nombre es Guadalupe Vásquez, aunque me conocen como Lupita y formo parte de la sociedad civil Las Abejas de Acteal. Sobreviví a la masacre de Acteal hace 20 años. Hoy sigo luchando porque aquel acto atroz reciba la justicia que sigue sin llegar.

A 20 minutos por carretera desde Chenalhó, se llega a Acteal. El camino es sinuoso, no apto para los que flojean de estómago. Nos recibe una de las tres columnas de la infamia que existen en el mundo, esculpidas por el artista danés Jens Galschiot. Las otras dos se encuentran en Hong Kong y en Brasilia. Fue creada en 1999 y expuesta en la Plaza del Zócalo en Ciudad de México, antes de ser trasladada para ser ubicada finalmente en la entrada de Acteal. Tras un pequeño tramo de escaleras aparece el pequeño pueblito. A la derecha se encuentra la casa donde se reúne la mesa de la directiva y, a la izquierda un pabellón que hace las veces de panteón presidido por una gran estatua de Jesús crucificado, en la zona donde se dio sepultura a los cuerpos de la masacre. Más adelante están la cocina, una tiendita de ropa y la casa de salud, rodeadas por diversas viviendas. En el centro, una pequeña iglesia, centro de la vida de los habitantes. Es un pueblo tranquilo, habitado por gente de habla tzotzil, una de las lenguas con más fuerza y mayor número de hablantes en Chiapas. Desde que ocurrió la matanza, hace ahora veinte años, el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas envía brigadistas internacionales a la comunidad para evitar, en la medida de lo posible, que se repitan los hechos. “Es una medida de evasión. Cuando ven extranjeros, los enemigos suelen actuar con más cuidado”, relata uno de los trabajadores del centro.

Vista general de la comunidad de Acteal
Fotografía de Ignacio Espinoza
Llegamos allí para pasar dos semanas. Nos han hablado de las largas horas de inactividad que deberemos suplir con libros, charlas o cartas. Normalmente, los días son tranquilos y la actividad del brigadista es baja. Pero esta vez es diferente. Llegamos unos días antes de la conmemoración de la masacre. El coro ensaya sus cantos, los miembros de la mesa directiva corren de allá para acá, las mujeres cocinan tortilla y frijol para los visitantes. Son días distintos, pero estamos contentos de poder compartirlos con ellos. Cuando por fin nos acomodamos en nuestro cuarto salimos a hablar con los habitantes. Nos encontramos con un problema: la mayoría no habla castellano. A pesar de que llevan años recibiendo a extranjeros, pocos son los que conocen una segunda lengua. La mayoría que sí lo hace son hombres debido a que, en gran parte de los casos, son los que tienen que salir fuera de la comunidad a buscar sustento. En cambio, las mujeres al quedar en círculos más cerrados dentro de la comunidad, viven con su lengua materna como única lengua.
Lupita entra en la cocina. Está en la comunidad, como cada año, para conmemorar y denunciar el asesinato de su familia. Nos da la bienvenida, ella sí habla castellano. Como concejala del Concejo Indígena de Gobierno (CIG), representando a su comunidad en el Consejo Nacional Indígena (CNI) tiene obligación de conocerlo. Son días ajetreados para ella, todos los periodistas piden una declaración, concede entrevistas a distintos medios, se deja fotografiar por muchos, pero no pierde la sonrisa. Nos invita a pasar y a tomar un plato de frijoles. Le agradecemos que nos ayude como intérprete en los primeros días en Acteal.
Llega el día de la ceremonia. Ha acudido el obispo a oficiar la misa en honor a los asesinados. Más tarde se dará un discurso en tzotzil sobre la necesidad de encontrar justicia para los atroces actos cometidos. Ha venido gente de distintas comunidades pertenecientes a las abejas y mucho extranjero. A pesar del dolor por el recuerdo de los que ya no están, se respira un ambiente festivo: han conseguido resistir por más de veinte años a los embistes del mal gobierno. Por la noche se celebra un baile. Allá tenemos el primer contacto con los niños de la comunidad. Con un tímido “¿quieres bailar?” se acercan a nosotros. Cuando les contestamos, nos miran impertérritos. No saben castellano, sólo conocen expresiones básicas y algunas palabras. Tampoco podemos comunicarnos con ellos. De todos modos, el idioma universal de los niños es el juego, así que pronto nos ganamos su confianza. Aunque intentan explicarnos sus reglas, no atinamos a entenderlas. Pero no pasa nada, son pacientes, y se adaptan a lo que entendemos nosotros. Serán uno de nuestros grandes apoyos durante los siguientes días.
Procesión en honor a los muertos y por la justicia en la masacre de Acteal
Fotografía de Maribel Roldón
Los visitantes ya se marchan, los actos han finalizado. Ahora sí experimentamos la “paz” de la que tanto nos habían hablado. Sólo se oye el cacareo de las gallinas. Discurren los días tranquilos. Hay algún incidente con los vecinos partidistas, pero de poca importancia, no tenemos que intervenir. Vamos conociendo más a las “abejas”, se van lanzando a hablar con nosotros. Incluso las mujeres atinan a lanzarnos algunas palabras cuando entramos en la cocina. A pesar de la barrera lingüística, nos entendemos cada vez mejor. Y nos encariñamos más con los niños. Vienen todos los días a primera hora a visitarnos y a jugar. “¡Qué lástima no podamos hablar más con ellos!”. Pasamos navidad y nochevieja junto a la comunidad. No entendemos gran cosa, todo se hace en lengua materna. Por suerte, siempre hay alguien que nos hace pequeñas traducciones. Llega el nuevo año y empieza a acercarse la hora de marcharnos. El último día hacemos un descubrimiento. Llueve y hace frío, así que estamos resguardados en nuestra habitación. Vienen los niños como cada día, pero como no podemos jugar al aire libre, decidimos pintar con ellos. Pronto nos damos cuenta que esas palabras cotidianas sí las conocen en castellano. Aprendemos con ellos los animales, las partes del cuerpo, los colores… “¡Podríamos haber tenido unos fantásticos profesores de tzotzil, y lo descubrimos el último día!”.

Con pena dejamos Acteal. Son un pueblo fuerte, que se ha sobrepuesto de muchos golpes. Pero sobre todo queremos volver para poder seguir aprendiendo tzotzil con los mejores maestros que pudiéramos desear.

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