Kaxlan, el que no es de la comunidad

Kaxlan, el que no es de la comunidad

EL VIAJE

Kaxlan, el que no es de la comunidad

Ignacio Espinoza

Nombre que recibe la gente foránea que pasa por una comunidad donde pulula la lengua tzotzil. En Acteal, organización autónoma ubicada en los Altos de Chiapas, las mujeres y niños, que no dominan el español, te nombran así antes de saber tu propio nombre. Pero no existe carga peyorativa, a diferencia del peso que lleva el término indígena.

Un murmullo de voces. Risas de niños y miradas. No sabes lo que dicen, no es tu lengua y tampoco hay alguna ramificación con el español para saber lo que dicen. Pero existe una palabra, una llave a ese mundo, ese pensamiento que permite saber que están hablando de ti. Eres la persona diferente y te lo hacen saber. ¡Kaxlan, kaxlan! Dicen los menores al correr, kaxlan, kaxlan, susurran las mujeres mientras cocinan sentadas junto al fuego. Kaxlan en tzotzil significa «el que no es de la comunidad».

En la comunidad autónoma de Acteal, en los altos de Chiapas (México), el tzotzil manda. Es la lengua que hablan los niños y las mujeres. El español solo logra escabullirse entre los hombres, quienes son los encargados de salir de las comunidades e insertarse en el quehacer cotidiano donde pululan los hispanohablantes y aprenden ese idioma.

Dentro de una comunidad, el intento de comunicación con las mujeres y los pequeños es complejo. No te entienden y las palabras no son suficientes en español. Los gestos corporales ayudan. Apuntar algo con el dedo permite una mayor comprensión. Así llegó «alak'», una de las primeras palabras aprendidas gracias al método que utilicé de señalar con el índice. Pero antes, otro vocablo se calaba en los oídos, kaxlan. Fue un grupo de mujeres quienes lo dijeron mientras  me observaban en la cocina de la comunidad.  Un término que voló entre la combinación de susurros y miradas.

Acteal se rige por una mesa directiva que rota cada 31 de diciembre
Fotografía de Ignacio Espinoza 

¿Puedo usar el fuego para cocinar?”, pregunto mientras señalo con el índice hacia una fogata. Nadie entiende. Pasan los segundos. Llega una mujer y me pregunta si quiero cocinar. Sí. Ella le habla a otras mujeres, nada se entiende. Pero entre la lluvia de palabras hay una gota conocida, kaxlan. Aquella palabra reemplazó el nombre con que fui inscrito en el registro civil. El extranjero, el que está de paso. Así me llamaron. Pero con una diferencia, no había carga peyorativa ni tampoco condescendía. Era su vocabulario, su pensamiento desde la otra vereda. Al frente, indígena, palabra vapuleada por occidente y mestizo como pobre, terrorista, flojo y salvaje.

Dos semanas  pasé en Acteal. Kaxlan fue mi nombre, pero también aprendí otras palabras gracias a un grupo de maestros de estatura baja y con una intención: divertirse. El método del dedo otra vez. Indiqué mi barba y se oyó kisimtik, que en tzotzil significa nuestra barba. Como premio otra ayuda, la entregó un hombre que manejaba el español: “K’usi abi» el equivalente a preguntar por el nombre de alguien. Un trampolín que permitió alcanzar otros significados. Tz’i’, cuando se cruzó un perro y von ch’anul pom al señalar una abeja pintada en una  pared. Pero el español también se coló en palabras que no tenían significado, una de ellas fue cuando los pequeños vieron el dibujo de una persona tapada con un pasamontañas. «Zapatista», respondieron.

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En las comunidades los menores hablan su lengua nativa, el tzotzil
Fotografía de Ignacio Espinoza

“K’usi abi” fue la mejor arma. La llave para las mejores respuestas, porque aprendí los nombres de los pequeños que me permitieron adentrarme en el idioma tzotzil. Isaías, Víctor Francisco, Zacarías y Marta. Nombres de personas que se quedaron en la bodega del recuerdo, pero que también le llevaron un regalo al kaxlan: volver a  jugar, reír y disfrutar la vida como un niño.

Tawira: el reino sin trono

Tawira: el reino sin trono

EL VIAJE

Tawira: el reino sin trono

Alejandra Gayol

 

 

Un pueblo sin país, pero con patria. Una lengua sin literatura, pero impenetrable.  Una comunidad dividida en fronteras políticas, pero unida en una misma cultura. Un imperio que el paso del tiempo pretende borrar, pero que se inmortaliza entre los nombres de aquellas tierras que han sido parte de su historia. La Moskitia, un reino sin rey que aún vive entre aquellas mujeres y hombres de apellido inglés y corazón Caribe.

El etnocentrismo europeo ha contado la historia de los pueblos indígenas de América a su antojo. Al igual que muchas otras, la comunidad tawira —miskita— ha tenido vida mucho antes de lo que narran aquellos libros escritos por los colonizadores, pues bien se conoce en Nicaragua la alianza de los “salvajes del Caribe” con los ingleses, pero el reino miskitu carga un peso histórico lleno de opresión y lucha a la que siempre se ha enfrentado solo. La información que llegaba de la mano de los extranjeros prevalecía frente a la información que provenía de los ancianos miskitu por una sencilla razón: la materialización de lo ocurrido, la historia escrita. Pero para aquellos herederos del imperio que no se consuelan con la superficialidad de los hechos, la historia oral se abre como un libro que alecciona sobre la importancia de conocer a un pueblo desde su propia perspectiva.
Niños en el río en la comunidad Tuapí, dónde la lengua mantiene aún gran vitalidad
Fotografía de Alejandro González
Avelino Cox es uno de aquellos inconformistas. Historiador, antropólogo y escritor miskitu que lleva más de 40 años estudiando la historia y cultura de su pueblo. Su trabajo es algo como un castigo divino, una tarea que le apasiona y que al mismo tiempo le absorbe la vida. Ha vivido recopilando leyendas, mitos y cuentos a lo largo de toda la costa caribeña de Nicaragua y Honduras. Su intención es que toda la documentación que ha podido recoger hasta el momento se quede perenne, inmortalizando así la cultura y cosmovisión miskita, y que esto haga que la sabiduría que porta la tradición oral, al igual que pasa con la lengua, no desaparezca con las personas. “Muchas veces leemos lo que escriben sobre nosotros y muchas veces, por no decir la mayoría, tienen datos que no son ciertos y que se basan en un carácter eurocentrista. Un ejemplo es el “descubrimiento” de los indígenas por Cristobal Colón. Nunca lo he entendido. Nosotros fuimos quienes lo descubrimos cuando allí estaba perdido en el río sin saber ni donde estaba. Nosotros le ayudamos a llegar a tierra”, nos explica.
Avelino Cox es portador de la cosmovisión y cultura miskita desde niño
Fotografía de Alejandro González

Uno de los principales bastones en los que Avelino Cox se ha apoyado para caminar tras las huellas de la historia tawira ha sido la toponimia y la etimología. A lo largo de Centroamérica se pueden encontrar muchos pueblos fuera de Nicaragua y Honduras que poseen un nombre de origen miskitu. Esto es un indicador de su asentamiento en estos lugares, aunque no solo de su presencia, sino también de su imposición lingüística. Gracias a la investigación etimológica se ha podido conocer la magnitud del imperio, que llegaba desde Campeche hasta Panamá. Un ejemplo es el de la provincia de Talamanca en Costa Rica. Este nombre quiere decir “precio de sangre” y proviene de la historia de los miskitu contra Carbonell, gobernador español en Panamá. En 1722 liderados por Tara —que en español quiere decir “grande”—, el pueblo tawira asolaba con sus barcos piratas desde México a Colombia, saqueando y secuestrando hombres para hacerlos esclavos. Carbonell llegó a Nicaragua para reclamar justicia contra los miskitu por haber secuestrado a más de 2000 jóvenes Kuna y de otras etnias de Panamá. El gobierno nicaragüense le contestó diciendo que Nicaragua no tenía nada que ver con esos salvajes del Caribe, así que viajó al reino del Atlántico y consiguió una indemnización en oro. El pago se realizó en un punto entre Costa Rica y Panamá, llamado Talamanca después de lo ocurrido, dejando la historia escrita en su nombre para siempre.

«Uno de los principales bastones en los que Avelino Cox se ha apoyado para caminar tras las huellas de la historia tawira ha sido la toponimia y la etimología. A lo largo de Centroamérica se pueden encontrar muchos pueblos fuera de Nicaragua y Honduras que poseen un nombre de origen miskitu. Esto es un indicador de su asentamiento en estos lugares, aunque no solo de su presencia, sino también de su imposición lingüística»
No solo la toponimia es portadora de la historia. Dentro de cada lengua existen palabras cargadas de significado. Palabras que hablan por si solas. Tataibra en lengua miskitu quiere decir opresión, refiriéndose en especial a la opresión de un gobierno o de un ente empoderado que utiliza su condición para minorizar a otro. Una palabra que ha retumbado demasiadas veces en las cuerdas vocales del pueblo miskitu. Abandonaron su tierra, en Colombia, huyendo de la amenazada de incas y arahuacos. Se vieron obligados a recorrer las tierras de Centroamérica en busca de un nuevo espacio donde enterrar su ancla. Pero los pueblos mesoamericanos que habían sido expulsados de México les declararon la guerra. Batallas perdidas y otra huida forzosa. Se desplazaron hacia el lago Managua y después al centro de Nicaragua, donde permanecieron un siglo. Luego se dirigieron al norte, donde fundaron Matagualpa —en lengua miskitu quiere decir diez rocas— y más tarde Esteli —aguas rápidas— al norte del rio Yari —Rio largo— donde descubrieron a Colón. Una etapa llena de enfrentamientos hasta llegar a la tierra que hoy consideran su patria. Durante esa época la estructura del gobierno miskitu era muy sólida, lo que hizo que los ingleses, con los que tuvieron el primer contacto en 1622, lo llamaran Reino Miskitu, por su similitud a los sistemas monárquicos de Europa. La historia, tanto escrita como oral, habla de una alianza entre ingleses y miskitu. Los primeros querían establecer relaciones comerciales en el Caribe y obstaculizar el paso del imperio español, mientras los segundos obtenían armas de fuego, un método más agresivo que las flechas para combatir al enemigo. La documentación escrita que dejaron los extranjeros habla de una protección inglesa hacia el reino miskitu, pero la historia oral se enorgullece de ser un pueblo que supo manipular a aquellos que venían del otro lado del Atlántico, sin dejarse utilizar hasta el fin de su reino en 1894. Aún resistiendo, la palabra tataibra fue ganando más fuerza en los relatos de los ancianos. La opresión por aquellos pueblos que no le dejaron ser libre en su tierra. Por aquellos falsos aliados ingleses que cuando perdieron el interés, dejaron el reinado miskitu solo ante un Imperio español que se propagaba en América como el fuego en un campo de pinos.

La religión también se ocupó de poner énfasis en la palabra tataibra. La iglesia morava colonizó por completo las mentes de los miskitu, hasta hacer desaparecer cualquier signo de creencia ancestral. Y no solo hablamos de los dioses o fuerzas de la naturaleza. La sexualidad de la mujer miskita también se vio profanada por la iglesia. Una mujer que vivía el sexo con gran naturalidad, dándole suma importancia en su vida, llegando incluso a abandonar a su pareja si en un periodo establecido no lograba satisfacerla. Llego la religión y reprimió su sexualidad. Hoy tataibra también abunda en los discursos del pueblo miskitu, víctima de su historia y del presente.  Marginado de una Nicaragua que solo tiene costa en el Pacífico. Una historia de opresión requiere de un pasado de lucha y de un presente de resistencia.

Puede que este solo, pero en pie. La colonización ha dejado un sello en los nombres y apellidos de los miskitos, identificándoles con un falso origen del que nunca han querido ser parte. La vitalidad de su lengua refleja el sentimiento de pertenecer al pueblo miskito, manteniendo el idioma completamente vivo en sus comunidades. Una lengua que bautizó las pisadas de un antiguo imperio que pocos conocen, pero que sigue presente en el orgullo. La Miskitia no es Nicaragua. La Miskitia no es Honduras. La Miskitia sigue siendo un reino que, aunque no descanse en un trono, reposa en la identidad.
Tataibra, Kau yawan bapisa war kainara.
Integrantes de la Asociación de Buzos con Discapacidad Independiente de la costa Caribe Norte. El mar es uno de los principales motores de la economía familiar para los miskitos. Este grupo de hombres lucha sin apoyo exterior desde hace años por una atención digna
Fotografía de Alejandro González Amador

El hombre que coleccionaba palabras

El hombre que coleccionaba palabras

EL VIAJE

El hombre que coleccionaba palabras

Idoia Olaizola

 

 

Hay dos tipos de salvadoreños, a los que les importa que su pupusa se moje con la salsa, y los que no lo aguantan. Alberto Cruz pertenece al segundo grupo, así que siempre se las ingenia para crear una pequeña pendiente que evite tamaño sacrilegio. Siempre tiene una sonrisa que regala a todo el mundo y anécdotas con las que podrías oírle hablar horas y horas. Lo reconocerás por su sombrero. Apila decenas en su cuarto, son su prenda fetiche. Pero su característica más distintiva es su amor por el náhuat. Eso es palpable, al ver el cariño que le tiene la comunidad nahua-hablante de Santo Domingo de Guzmán. Para ellos es como un hijo, un nieto y un héroe, y muchos afirman con orgullo que puede el idioma más que ellos.  

—Hola tajtzin Chico. ¿Ha escuchado alguna vez la palabra tzuluntuk?

—Significa hinchado —contesta el anciano, mientras asiente.

Alberto sonríe, queda confirmado.  Ya tiene una palabra más para añadir a su particular colección.

Alberto acompañado de tajtzin Chico y de Don Eugenio Valencia en Santo Domingo de Guzmán
Fotografía cortesía de: Colectivo Tzunhejekat
Alberto Cruz es diseñador gráfico y ha trabajado en publicidad durante años, pero lo que realmente le apasiona es el náhuat. Es la única lengua viva que resiste en El Salvador, después de que el lenca, el cacaopera y el chortí se extinguieran en el país.  Hace siete años descubrió a Alan King, un lingüista inglés que llegó a El Salvador en 2002 para recuperar el idioma náhuat. A partir de sus estudios escribió el Timumachtikan (aprendamos), un curso del idioma náhuat que cautivó a Alberto en cuanto cayó en sus manos. Pronto se puso a estudiar, pensando que aprendía una lengua muerta. Pero un día navegando por internet descubrió un vídeo de Paula, una nahua-hablante de Santo Domingo de Guzmán. A dos horas de su casa existía alguien que hablaba esa lengua que creía extinta, tenía que acudir. Así que se plantó en su casa. Ella le abrió la puerta y él la saludó en náhuat. Sorprendida le dejó pasar. A partir de ese día se trabó una amistad que duraría tiempo, hasta la pérdida de Paula. Ella, una gran compositora y poeta, le enseñó a perfeccionar la lengua y le abrió camino para conocer al resto de la comunidad nahua-hablante.

Junto con unos amigos fundó el colectivo Tzunhejekat que significa “Cabeza del viento, el que lleva un caracol de viento en la cabeza” o lo que es lo mismo “loco” pero por el náhuat, como él matiza. En un principio planeaban que fuera un colectivo artístico, pero cuando conocieron a Don Genaro cambiaron de opinión:

—“Muchos vienen aquí preocupados por el náhuat, pero muy pocos se interesan por el nahua-hablante” nos dijo Don Genaro, y eso hizo que nos replanteáramos el proyecto.

Pronto descubrieron que no solamente en Santo Domingo había gente que podía hablar la lengua. En algunos pueblos cercanos como Nahuizalco o Tacuba también había hablantes. Sin embargo, en otros municipios el idioma fue totalmente exterminado. A finales del siglo XIX la economía de El Salvador dependía exclusivamente del cultivo de café. Así que los terratenientes empezaron a expropiar tierras a comunidades indígenas para aumentar sus ganancias. Durante años aumentó el malestar de estas comunidades hasta que, con el crack del 29, el expolio se hizo inaguantable y los campesinos se alzaron en armas. Enero del 32 será recordado como la matanza más grande de Centroamérica, donde cerca de 25.000 personas fueron asesinadas. Sin embargo, el castigo no fue igual para todas las comunidades. Aquellas poblaciones que tenían mejores condiciones de cultivo de café fueron las más arrasadas, como ocurrió con Izalco.  Santo Domingo, en cambio, no reunía unas condiciones de plantación de café tan buenas así que sus habitantes y su lengua allá sí pudieron sobrevivir.
En el pueblo todo el mundo tiene gran aprecio a Alberto
Fotografía cortesía de: Colectivo Tzunhejekat
Con las visitas a las comunidades Alberto pronto aprendió que no había un náhuat estándar. En cada comunidad se hablaba un dialecto diferente, con distinto vocabulario en cada uno. Fue entonces cuando empezó a recolectar palabras que aún no conocía. “Hay algunas más complicadas de conseguir que otras, algunas aparecen por casualidad y otras las buscamos explícitamente”, explica. Una de las más difíciles ha sido tamarindo. Preguntaba una y otra vez y nadie la conocía, así que se dio por vencido. Otra de las palabras complicadas, que aún no ha conseguido, es vagina. “Cada vez que pregunto por ella, la gente se echa a reír avergonzada y prefiere no contestar. Un día fui a visitar a una partera, pensando que ella debía conocerla, pero la reacción fue calcada a las anteriores. Intentado forzar la respuesta le pregunté: ¿No será tililis?, que en náhuat significa clítoris. ¿Cómo dijo? ¿Ishkilinit? No, ¡eso es tamarindo!, Respondió la mujer. ¡Híjoles, por fin encontré tamarindo!” Cuando ha conseguido una palabra nueva se esfuerza por usarla en su día a día, porque como él mismo dice, “cuando las empiezo a usar en conversación ya no se me van”. Así ha ido recopilando nuevas palabras junto a sus compañeros.
Ahora trabaja diagramando los libros de un curso completo de náhuat para niños. La idea es que se implante en las escuelas públicas de Izalco, Sonsonate, Santo Domingo de Guzmán y San Salvador. La mayoría de nahua-hablantes son mayores de 55 años, así que es una medida para conseguir que el idioma no se pierda y las nuevas generaciones empiecen a utilizarlo.

La palabra preferida de Alberto es yultaketza. “Significa hablar con el corazón o el corazón que habla. Esa es la palabra que utilizan los nahua-hablantes para el verbo pensar o meditar. Los nahuas tienen una manera de ver las cosas diferente, y gracias a haber aprendido el idioma, veo el mundo de una manera más rica y diversa”, sentencia.

Abejas tzotziles por la resistencia y la dignidad

Abejas tzotziles por la resistencia y la dignidad

EL VIAJE

Abejas tzotziles por la resistencia y la dignidad

Idoia Olaizola

 

 

Papá nunca nos ha gritado, es un hombre cálido y tranquilo. Debe estar realmente desesperado. “¡Corre, huye de aquí!”, en sus ojos se aprecia el miedo. Pero mamá está herida, mis hermanas lloran, ¿cómo voy a irme? El señor armado ha dejado de disparar. Mi padre grita por última vez, sus ojos me ruegan obediencia. Corro junto a mi hermano fuera de la iglesia. No esperábamos que dispararan, nuestro conflicto es ajeno a zapatistas y priístas. Somos pacifistas. ¿Por qué? Agazapados, temblando de miedo, vemos cómo asesinan a familiares y amigos. Se ensañan con los cuerpos. Extraen a los nonatos de la tripa de sus madres. Cortan pechos, amputan brazos y piernas. Los pocos que sobreviven, lo hacen porque quedan sepultados bajo los cadáveres de sus seres queridos. El 22 de diciembre de 1997 un grupo de paramilitares por orden del gobierno asesinó a 45 personas entre los que se encontraban mi padre, el diácono de la iglesia, mi madre, cinco hermanas y otros tantos familiares. Mi nombre es Guadalupe Vásquez, aunque me conocen como Lupita y formo parte de la sociedad civil Las Abejas de Acteal. Sobreviví a la masacre de Acteal hace 20 años. Hoy sigo luchando porque aquel acto atroz reciba la justicia que sigue sin llegar.

A 20 minutos por carretera desde Chenalhó, se llega a Acteal. El camino es sinuoso, no apto para los que flojean de estómago. Nos recibe una de las tres columnas de la infamia que existen en el mundo, esculpidas por el artista danés Jens Galschiot. Las otras dos se encuentran en Hong Kong y en Brasilia. Fue creada en 1999 y expuesta en la Plaza del Zócalo en Ciudad de México, antes de ser trasladada para ser ubicada finalmente en la entrada de Acteal. Tras un pequeño tramo de escaleras aparece el pequeño pueblito. A la derecha se encuentra la casa donde se reúne la mesa de la directiva y, a la izquierda un pabellón que hace las veces de panteón presidido por una gran estatua de Jesús crucificado, en la zona donde se dio sepultura a los cuerpos de la masacre. Más adelante están la cocina, una tiendita de ropa y la casa de salud, rodeadas por diversas viviendas. En el centro, una pequeña iglesia, centro de la vida de los habitantes. Es un pueblo tranquilo, habitado por gente de habla tzotzil, una de las lenguas con más fuerza y mayor número de hablantes en Chiapas. Desde que ocurrió la matanza, hace ahora veinte años, el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas envía brigadistas internacionales a la comunidad para evitar, en la medida de lo posible, que se repitan los hechos. “Es una medida de evasión. Cuando ven extranjeros, los enemigos suelen actuar con más cuidado”, relata uno de los trabajadores del centro.

Vista general de la comunidad de Acteal
Fotografía de Ignacio Espinoza
Llegamos allí para pasar dos semanas. Nos han hablado de las largas horas de inactividad que deberemos suplir con libros, charlas o cartas. Normalmente, los días son tranquilos y la actividad del brigadista es baja. Pero esta vez es diferente. Llegamos unos días antes de la conmemoración de la masacre. El coro ensaya sus cantos, los miembros de la mesa directiva corren de allá para acá, las mujeres cocinan tortilla y frijol para los visitantes. Son días distintos, pero estamos contentos de poder compartirlos con ellos. Cuando por fin nos acomodamos en nuestro cuarto salimos a hablar con los habitantes. Nos encontramos con un problema: la mayoría no habla castellano. A pesar de que llevan años recibiendo a extranjeros, pocos son los que conocen una segunda lengua. La mayoría que sí lo hace son hombres debido a que, en gran parte de los casos, son los que tienen que salir fuera de la comunidad a buscar sustento. En cambio, las mujeres al quedar en círculos más cerrados dentro de la comunidad, viven con su lengua materna como única lengua.
Lupita entra en la cocina. Está en la comunidad, como cada año, para conmemorar y denunciar el asesinato de su familia. Nos da la bienvenida, ella sí habla castellano. Como concejala del Concejo Indígena de Gobierno (CIG), representando a su comunidad en el Consejo Nacional Indígena (CNI) tiene obligación de conocerlo. Son días ajetreados para ella, todos los periodistas piden una declaración, concede entrevistas a distintos medios, se deja fotografiar por muchos, pero no pierde la sonrisa. Nos invita a pasar y a tomar un plato de frijoles. Le agradecemos que nos ayude como intérprete en los primeros días en Acteal.
Llega el día de la ceremonia. Ha acudido el obispo a oficiar la misa en honor a los asesinados. Más tarde se dará un discurso en tzotzil sobre la necesidad de encontrar justicia para los atroces actos cometidos. Ha venido gente de distintas comunidades pertenecientes a las abejas y mucho extranjero. A pesar del dolor por el recuerdo de los que ya no están, se respira un ambiente festivo: han conseguido resistir por más de veinte años a los embistes del mal gobierno. Por la noche se celebra un baile. Allá tenemos el primer contacto con los niños de la comunidad. Con un tímido “¿quieres bailar?” se acercan a nosotros. Cuando les contestamos, nos miran impertérritos. No saben castellano, sólo conocen expresiones básicas y algunas palabras. Tampoco podemos comunicarnos con ellos. De todos modos, el idioma universal de los niños es el juego, así que pronto nos ganamos su confianza. Aunque intentan explicarnos sus reglas, no atinamos a entenderlas. Pero no pasa nada, son pacientes, y se adaptan a lo que entendemos nosotros. Serán uno de nuestros grandes apoyos durante los siguientes días.
Procesión en honor a los muertos y por la justicia en la masacre de Acteal
Fotografía de Maribel Roldón
Los visitantes ya se marchan, los actos han finalizado. Ahora sí experimentamos la “paz” de la que tanto nos habían hablado. Sólo se oye el cacareo de las gallinas. Discurren los días tranquilos. Hay algún incidente con los vecinos partidistas, pero de poca importancia, no tenemos que intervenir. Vamos conociendo más a las “abejas”, se van lanzando a hablar con nosotros. Incluso las mujeres atinan a lanzarnos algunas palabras cuando entramos en la cocina. A pesar de la barrera lingüística, nos entendemos cada vez mejor. Y nos encariñamos más con los niños. Vienen todos los días a primera hora a visitarnos y a jugar. “¡Qué lástima no podamos hablar más con ellos!”. Pasamos navidad y nochevieja junto a la comunidad. No entendemos gran cosa, todo se hace en lengua materna. Por suerte, siempre hay alguien que nos hace pequeñas traducciones. Llega el nuevo año y empieza a acercarse la hora de marcharnos. El último día hacemos un descubrimiento. Llueve y hace frío, así que estamos resguardados en nuestra habitación. Vienen los niños como cada día, pero como no podemos jugar al aire libre, decidimos pintar con ellos. Pronto nos damos cuenta que esas palabras cotidianas sí las conocen en castellano. Aprendemos con ellos los animales, las partes del cuerpo, los colores… “¡Podríamos haber tenido unos fantásticos profesores de tzotzil, y lo descubrimos el último día!”.

Con pena dejamos Acteal. Son un pueblo fuerte, que se ha sobrepuesto de muchos golpes. Pero sobre todo queremos volver para poder seguir aprendiendo tzotzil con los mejores maestros que pudiéramos desear.

El náhuat florece en Santo Domingo de Guzmán

El náhuat florece en Santo Domingo de Guzmán

EL VIAJE
El náhuat florece en Santo Domingo de Guzmán
Natália Becatttini

 

El náhuat fue por décadas olvidado por las autoridades tras una gran masacre contra campesinos e indígenas en 1932. Hoy, gran parte de los hablantes nativos son ancianos, pero volvieron a encontrar el orgullo de la lengua materna y las ganas de mantenerla viva.

Cuando el diseñador gráfico Alberto Cruz empezó a interesarse por el náhuat, pensaba estar aprendiendo una lengua muerta: «Yo no sabía que todavía existían hablantes nativos en El Salvador hasta que encontré videos en internet del pueblo de Santo Domingo de Guzmán». Junto con amigos del colectivo Tzunhejekat, dedicado a la preservación y al enaltecimiento del idioma, realizó excursiones hasta el pequeño municipio en el departamento de Sonsonate con el fin de conocer personas que crecieron escuchando la lengua de sus antepasados. Pero al llegar, encontró una resistencia de los hablantes que aún se expresaban en su lengua materna.

Las ancianas se reúnen en Santo Domingo para hablar y cantar en náhuat

Fotografía de Ignacio Espinoza

«Todos teníamos mucha pena de hablar el náhuat. Antes la gente se burlaba de nosotros, hacían chistes, decían ‘mira cómo los indios hablan! y se reían'», recuerda Gregoria Ramírez, una de las abuelas de Santo Domingo de Guzmán que todavía conserva vivo el conocimiento del idioma. «Mi madre no quería que yo hablara el náhuat, porque nos despreciaban mucho», agrega.

La vergüenza tiene raíces históricas. En 1932, campesinos e indígenas del oeste del país salieron a protestar contra una serie de reformas presidenciales que los expulsaban de sus tierras en beneficio de los latifundistas. La respuesta del gobierno de Maximiliano Hernández Martínez fue violenta. El ejército tenía órdenes para ejecutar a cualquiera que se opusiera al régimen. Se estima que 25 000 personas murieron como consecuencia de la represión militar. Gran parte de ellos, indígenas hablantes del náhuat. El episodio fue el gran responsable del declive del idioma, ya que muchos de los sobrevivientes abandonaron sus costumbres y se vieron obligados a callarse por miedo a perder la vida.

«Mi madre no quería que yo hablara el náhuat, porque nos despreciaban mucho»

Fue en 2012, y gracias a una contribución financiera, ofrecida por el gobierno de El Salvador a los hablantes del náhuat, que el rechazo al idioma comenzó a disminuir. «El objetivo era que los nativos de la lengua fueran incentivados a hablarla y a enseñarla», explica Alberto, que, junto al colectivo, trabajó en la viabilidad del fondo junto al gobierno. «Este fue un gran incentivo porque el dinero ayudó bastante. También sentimos que la lengua pasó a ser valorada y que las personas de afuera se interesaban por ella», añade Basilia García, otra guardiana del idioma en Santo Domingo.

El bono hizo que los residentes de Santo Domingo se animasen a reunirse en la Casa de Cultura local y desarrollar un coro con canciones propias en náhuat. A los 55 años, Anastasia López es una de las hablantes nativas más jóvenes del municipio y la menor en el coro. Ya compuso 23 canciones en el idioma y que se enseñan a las otras ancianas que se reúnen todos los martes para ensayar los temas. «Estoy muy orgullosa de ser nahuhablante y me encanta poder contribuir con las canciones», dice.

Para Basilia, el reciente interés del gobierno por la lengua fue fundamental para el resurgimiento del orgullo de ser nahuhablante.

Fotografía de Joseba Urruty

«Hoy hasta los niños se interesan en aprender, tengo una nieta de tres años que ya sabe algunas cosas, pero el problema es que cuando se van a la escuela, no dan seguimiento al náhuat y por eso se olvidan o no pueden pronunciar bien las palabras», explica Gregoria.

A pesar de las dificultades, la esperanza de las mujeres en el coro no se desvanece. Cada semana se reúnen para entonar canciones en la lengua donde una llama la atención por un coro que se estampa como un chicle en la memoria de los oyentes, «Todos los hombres hablan el náhuat / Todas las mujeres hablan el náhuat / Todos los niños hablan el náhuat». «Porque antes, el náhuat estaba muriendo, ahora florece otra vez», dice Gregoria.